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03/08/2022: Presentación de La vuelta al perro, de Cynthia Rimsky

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La presentación tuvo una puesta teatral planeada por la propia Cynthia. Abrió la noche un video que hizo María Aramburú con las fotos del libro y la voz en off de la autora. Al finalizar, subió al escenario Alejandra Zina a leer su texto, Hernán Ronsino después hizo lo mismo, y para terminar, de forma alternada, diferentes personas se pararon a leer fragmentos del libro desde las butacas blancas del anfiteatro en una sala prácticamente llena. La noche siguió en La Gran Taberna con tortilla, rabas y vino… ¡Fue hermoso!

La vuelta al perro, por Alejandra Zina

Hace unos meses le escribí a Cynthia en plan agente de viajes para que nos recomendara algunos pueblos donde ir a pasar un fin de semana, como no tenemos auto tenía que ser un lugar donde pudiésemos llegar en micro o en combi. Generosa, me contestó con un mail lleno de sugerencias. Terminamos yendo ahí adonde viven ella y María. En un gesto de nobleza, Cynthia nos dijo que el mejor lugar para alojarnos era la posada de unos vecinos con los que mantenían un litigio, así que por ninguna razón debían enterarse que las conocíamos. La noche que quedamos en cenar con ellas, llenamos la heladera de la posada con varias botellas de vino y un pack de cervezas y les inventamos una historia sobre unos amigos que nos pasarían a buscar por la ruta para llevarnos al pueblo vecino. Pero los dueños ni se mosquearon, yo creo que por ellos podíamos emborracharnos solos en la habitación y amanecer pastando con las vacas con tal de que le elogiáramos el servicio, cosa que también hicimos.

Sepan disculpar este desliz autorreferencial. Cynthia y María, no se preocupen que este texto no se va a publicar. Lo que quería decir es que pocas veces sucede que el libro que estamos leyendo y que vamos a presentar transcurra en un escenario que acabamos de conocer. Mientras leía La vuelta al perro no podía dejar de imaginar la maleza de ese jardín que después conocí hecho huerta, ni la casa en construcción que un día quedó bellamente terminada con sus ambientes renovados y la salamandra recién instalada. Desde la ventana del escritorio de Cynthia se puede ver el jardín-huerta y los jardines de las casas vecinas y un poco más allá, la profundidad de un pueblo de apenas tres calles. Lo primero que pensé, mientras admiraba la vista, es qué difícil escribir con esa ventana. Cómo resistir a la tentación de mirar a través de ella sabiendo que eso significa no-escribir. El gran dilema: vivir o escribir. Creo que la narradora (y su compañera carpintera) no tuvieron opción, para salir adelante en ese pequeño pueblo tuvieron que aprender los oficios para entender por qué no salía agua del pozo o por qué se llovía la pared del cuarto, conocer de árboles venenosos y de yuyos sanadores, hacerse valiente manejando una motoneta entre acoplados, saber con quienes se podía contar y con quienes no, o dónde comprar los mejores huevos orgánicos. Sobrevivir en ese lugar donde se habían instalado, con su lógica de socorro y corrupciones, como la ruta poceada por la que se paga un mantenimiento fraudulento. Levantarse cada día con un miedo nuevo: el ataque de perros guardianes, la vuelta de noche por un camino a campo traviesa, el vecino loco que anda a los escopetazos en plena calle.

Después sí, escribir.

Apropiarse de ese mundo vegetal de palabras vibrantes donde habitan espinos de fuego, arbustos ardientes, dichondras y limpiatubos, y de un mundo animal inexplicable donde los insectos se suicidan en la pelopincho.

Me preguntaba por las fotos fuera de foco de María Aramburú. Fotos donde se escapa la precisión, la nitidez, el sentido de representación. Las fotos de María no ilustran los relatos de Cynthia, pero sí forman parte de ese mundo de palabras que no se puede permitir ser impreciso ni desenfocado. Sus fotos transmiten extrañeza, miopía, perturbación, transformando el paisaje rural en un paisaje onírico o pesadillesco. Las cosas se parecen a algo que no podemos confirmar. Una puesta de sol de un día nublado, un árbol pero no sabemos cuál, un silo ¿o será un tanque de agua? Los contornos no están claros, son siluetas aproximadas, manchones, claroscuros borrosos. María, fotógrafa y carpintera llena de soluciones, mira lo que la rodea como si se hubiese olvidado los anteojos en la mesa de luz y caminara a tientas.

En los pueblos, los domingos de tardecita los chicos y los grandes salen a dar vueltas por la calle o la plaza principal para matar el tiempo. La muchachada, también para echarse el ojo. En el momento más duro de la cuarentena en las ciudades, “dar la vuelta al perro” tenía un sentido literal, la mejor coartada para salir del encierro. Una amiga que vive en Barcelona me contó que en España la gente alquilaba perros para poder salir de sus casas sin ser multada. En este pueblo bonaerense la cuarentena no fue mucho menos vigilada. Hubo delaciones, vallado y expulsiones. La excusa de pasear a los perros no funciona en los pueblos. Pero sí la de pasearse a uno mismo.

“Dar la vuelta al perro por el pueblo me aburre y aún no descubro los caminos interiores que me darán alas”, dice la narradora de este libro precioso. Pero a lo largo del tiempo y las páginas vamos viendo que no solo en los caminos interiores le van a crecer alas, también en esos paseos rutinarios, aparentemente gratuitos y desinteresados. A veces las cosas se invierten y miramos por la ventana, o salimos de casa, para encontrar qué escribir. El paseo entonces como un trampolín para volver a la escritura. El paseo como una meditación. Pero también andar distraídos, abiertos a lo imprevisto. Correr el riesgo de perdernos y tener que buscar otros caminos para regresar. Y en ese regreso de la narradora, los modos de decir pueblerinos se entreveran con el y las expresiones sonoras del otro lado de la cordillera: suelta la pepa, trenzarse a combos, la rucia, impajaritablemente (qué palabra tan involuntariamente campestre).

El mediodía antes de volvernos a capital, Cynthia reservó para almorzar en Villa Ruiz, un pueblo cercano. Era un restaurante muy lindo que se llamaba Magnolia. En este viaje me di cuenta de cuántos lugares con ese nombre se desparraman por la pampa bonaerense. Llegamos puntuales y nos acomodaron en una mesa (la única libre, la nuestra), mientras mirábamos el menú volvió la moza con cara de circunstancia para decirnos que no había ninguna reserva a nuestro nombre. ¿Cómo puede ser? Yo estaba presente cuando Cynthia lo hacía en su celular… La moza fue y vino incómoda, desde las otras mesas nos miraban con esa autosuficiencia del que tiene la comida resuelta, ¿adónde había ido a parar nuestra reserva fantasma? Finalmente lo supimos, a un restaurante que también se llamaba Magnolia pero que quedaba en Chile. Con hambre y humillación tuvimos que buscarnos otro lugar.

Se me ocurre que esta confusión (o superposición) de restaurantes, el Magnolia de Villa Ruiz y el Magnolia chileno, podría ser una especie de fábula sin moraleja sobre la escritura de La vuelta al perro, donde se superponen países y lenguas (las variaciones del castellano, el hebreo), recuerdos de infancia y juventud, libros leídos y libros escritos, la naturaleza salvaje y la domesticada, la vida de ciudad y de provincia, historias sagradas y profanas; todas esas cosas que, sí, caben en un paseo.

Una relectura para inventar, por Hernán Ronsino

Unos meses antes de comenzar la pandemia me llegó un libro de un autor que desconocía. El libro contaba en modo de crónica, de diario de viaje la historia de un hombre que se iba a vivir durante seis meses a una cabaña junto al lago Baikal, en Siberia. Iba a pasar desde el invierno hasta la llegada del verano allí. Solo, con algunos libros y algunas botellas que lo acompañarían. La experiencia de Sylvain Tesson, el escritor y aventurero francés, me interesó muchísimo por la forma de pensar la relación con la naturaleza, por la forma de pensar la idea del viaje y del confinamiento. El viaje lo hizo en 2010. El libro se llama La vida simple.

Hay algo que dice Tesson en ese libro que lo pienso en estrecha relación con La vuelta al perro de Cynthia Rimsky. Tesson recorrió el mundo en moto, subió al Himalaya, escaló catedrales, se cayó y (para decirlo en chileno) se sacó la cresta. Ahora en esta vivencia en Siberia después de tanto explorar el mundo propone viajar pero quedándose quieto. Es decir, explorar la aventura del arraigo.

Todos conocemos la obra de Cynthia que tiene al viaje como gran tema, el cruce entre crónica y ficción. En su libro anterior, La revolución a dedo, hace allí la reconstrucción de un viaje. A partir del recuerdo y de testimonios vuelve a un viaje de los ochenta a Nicaragua, un viaje atravesado por una revolución posible. La revolución a dedo me parece un gran antecedente de La vuelta al perro: porque En la revolución a dedo se evoca y reconstruye un viaje vivido.

La vuelta al perro es, entonces, siguiendo la idea de Tesson, la exploración de un arraigo posible. Un terreno en el medio de la pampa, un viaje sin moverse tan lejos. Descubriendo el universo en los detalles, en la inmensidad de los hormigueros que se camuflan entre las hojas secas. La complejidad de las bombas de agua y las napas, esa figura mitológica que se nombra y no se ve y que solo tenemos referencias por la llegada a veces del agua.

Cynthia cuenta esta aventura del arraigo en un contexto de pandemia y aislamiento. Allí se despliega una fauna pueblerina notable: los vecinos, el campo de Machi, las gitanas, el escritor frustrado, el sodero. Pero además se despliega un paisaje que insiste en ser nombrado: el camino de tierra, las calles, el avance del monocultivo, el negocio del loteo. Viajar de noche en moto por un camino rural. Los bichos, sapos, pájaros. Y los fantasmas de la pampa, inevitables.   

Pero también en este libro hay, entrelazado con las fotos difuminadas de María Aramburu, una reflexión constante sobre el proceso de escritura, sobre la manera en que mira una autora y sobre sus condiciones de producción. En el capítulo final, que me parece una pieza bellísima, se cuenta la espera de una tormenta y la historia de esa tormenta. Para llegar a una idea en el cierre del libro que condensa, creo, una propuesta estética de Cynthia. Dice: “Lo que distingue esta tormenta de las demás es que existe la posibilidad de repensar la pregunta por la historia que se va a contar”.

En el verano que pasó, apareció en la revista Santiago una nota de Cynthia sobre Aira. Es un viaje en verdad, literario y real, hacia el almacén el Ombú. Hay un momento de la nota que me interesa citar: “Desde que compré la moto y descubrí la existencia de estos caminos interiores que difícilmente aparecen en los mapas, vengo preguntándome por la libertad con la que Aira inventa a los y las mapuches, al ejército, a los funcionarios del estado, a los inmigrantes, a los viajeros europeos que vinieron a construir el tren o a estudiar la naturaleza en los siglos XVIII y XIX”.  

La pampa aparece así como un laberinto de caminos desconocidos, llenos de posibilidades. “Hay días donde necesito ir más lejos”, escribe Cynthia. La pampa como un reflejo, no del mar, sino de la imaginación. La posibilidad de repensar las preguntas por la historia que se va a contar. O como concluye en el artículo de la revista Santiago: hacer una relectura para inventar. Esa propuesta, hacer una relectura para inventar, ruge con fuerza en este hermoso libro, como ruge el motor Villa, insistente, buscando agua.

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5, 6 y 7 de agosto: Feria de Editores 2022

Ya sin tanto barbijo y con un panorama económico muy desfavorable con el costo del papel y de producción por las nubes, participamos otro año en la FED.

Felices de encontrarnos una vez más con lectorxs que se llevaron nuestros libros y autorxs que pasaron a visitarnos por el stand.

03/04/2022 PRESENTACIÓN DE FLORA Y FAUNA, DE LETICIA RIVAS

Flora y fauna, por Magalí Etchebarne

El viernes a la noche mi hermana me llamó por teléfono para llorar. Me di cuenta por la voz y por cómo quería pasar rápido del cómo estás cómo estás para ir de lleno a su tema. Pero le dije, yo también estoy mal, yo también quiero llorar, entonces empezamos a pelear porque desde que nuestros padres no están, ella acapara los dramas. La discusión nos llevó a no llorar y por lo tanto a cambiar de tema, a olvidarnos de por qué queríamos llorar, a reírnos y después a cortar: chau, mañana hablamos, acordate de borrar esa foto en la que parezco un mono. 

Supongo que eso, el drama un poco envuelto en comedia, o mejor, la comedia esperando muy cerca del drama, y al revés, es la forma en la que solemos vivir, pases en la coreografía que hacemos todo el tiempo —en la vida, en la conversación— y que cuando esto se da en el arte, especialmente en la literatura que es lo que hoy nos convoca, cuando la literatura abraza esta paradoja de opuestos que conviven, esos límites imprecisos entre la comedia y la tragedia, uno siente como lectora, como lector, que está frente a algo grande, ¿una respuesta? Quizás la certeza de que nada tiene demasiado sentido, que para llegar a la belleza hay que lastimarse bastante, y que más temprano o más tarde se va a tratar de hacernos sonreír en el abismo, leer revistas en la tempestad.

Uno podría decir que en este libro de Leticia Rivas esos límites entre lo que es gracioso y lo que es triste, entre personajes que se sienten solos o en complicidad con otra, la adrenalina de conocer a alguien y el desencanto mortal, son difusos. Aunque hay todavía algo más superador en este libro y es que esta fuerza de opuestos que se complementan aparece resplandeciente hecha carne en la figura de las mellizas: centro caliente que late en casi todos los cuentos. 

Estas hermanas oraculares, sensibles y elocuentes, síntesis de una tradición literaria que ha puesto siempre a la figura de las hermanas como raras entidades temerarias, —pienso en la figura del doble, pero también en el peligro de la hermandad entre mujeres, ¿qué pueden muchas mujeres juntas, unidas, haciendo correr un rumor?, ¿qué peligro vivo representan agarrándose entre ellas?— aparecen en estos cuentos diferentes etapas de su vida y se amalgaman, se funden o se distancian.  

Hay un epígrafe al comienzo, unos versos de un poema de Daiana Henderson que dicen «Quisiera preguntarte si es que olfateabas ciertas tragedias, o simplemente las esperabas», que me indicó leer este libro en esa clave: las hermanas como oráculos, la escritura como premonición, y a hacerme todo el tiempo esa pregunta que también se hacen estos cuentos: ¿qué es ser melliza? Pero también ¿qué es ser hermanas? 

¿Qué es ese vínculo financiado a veces por la sangre o la crianza, por la infancia en común? ¿Qué es esa amistad viscosa?, ¿quién es esa otra que está tan cerca de una, tan adentro del corazón, y que el tiempo vuelve cada vez más rara, más necesaria, tan incomprensible? ¿Qué y quién es esa extraña conocida? Fuente de envidia, de diversión, de consuelo, ídola, enemiga. 

En la literatura, en general, las peleas entre hermanos varones desatan la tragedia. Son separados a la fuerza y eso desencadena guerras y castigos. Se complotan para matar al padre. Pero en la literatura sobre hermanas uno lee una comunión en la desgracia, la ronda de chismes, la canción de los rumores que mueven montañas, y el peligro es que esa hermandad enceguece a las mujeres, como las bacantes que se vuelven locas de frenesí y son capaces de matar al hijo. La literatura escrita por hombres, me atrevo a decir, ve en la hermandad entre mujeres una fiesta desvariada, que se torna peligrosa en el uso de la palabra y en el poder que conlleva. Mientras que los hermanos varones lo resuelven con violencia física, las mujeres se las tienen que ver en la guerra del lenguaje. 

En Flora y fauna, las hermanas se acompañan se funden entre sí, se mezclan, se «aturden», señala bien Falco en la contratapa. En “Bosque de mellizas”, Elisa y Pamela van a una fiesta extravagante e inquietante en Puerto Madero, una fiesta de dobles. La consigna es poco convencional, pero tienen que ir vestidas iguales. «Vamos a tener que estar toda la noche así, no quiero mostrar los brazos», le dice Elisa a Pamela en una frase que confunde el cuerpo propio con el de la otra. 

En «Paraná» las hermanas huelen el derrumbe y bañan a una abuela que ahora usa pañales, la sacan de su casa para siempre en silencio y evitando las preguntas; cogen con tipos (como en «Startac») y se meten en relaciones, cito, «vaporosas y desangeladas», se consultan antes de ir a un telo, hablan y hablan antes de dormir, pierden tiempo, ganan poco, se escapan a África, se inseminan. 

El sexo aparece en besos babosos con olor a saliva, un perfume dulce y pringoso, un hombre que se frota improvisado y brusco. Y más adelante, en “Una oscuridad sutil”, el sexo reaparece como un camino de indicaciones, un esfuerzo: Elisa que baja en la parada indicada a la hora indicada y espera al costado de la autopista para que él la pase a buscar, ¿aparecerá? Y al final, aunque todo en esa noche avanzara, la certeza de que una amargura de plomo la va a atravesar.

Cuando terminé de leer este libro, le mandé un mensaje a Leticia en el que le dije que me había emocionado y también que el último cuento es un cuento que me hubiera gustado escribir. No es algo que dije por decir. Es trillado decir que la literatura pone en palabras lo que uno no conoce, o a lo que uno conoce, pero no reconoce, que la literatura extraña lo conocido; pero voy a caer en lo trillado: este cuento vino a ponerle palabras a un mazacote de emociones y sensaciones y de ideas que se arremolinaban sin poder ver la luz, y cuando uno lee y eso pasa, se agradece, decía un profesor que tuve. Uno levanta la vista de la página y sabe que está frente a un instante despegado del tiempo. 

El cuento se titula «Nube» y en él Elisa, una de las mellizas, va sola a una clínica de fertilidad asistida para iniciar una inseminación. ¿Qué tiene este cuento? Una idea central y potente, sentimientos dolorosos contados con una naturalidad increíble, una emoción muy compleja desarmada con talento en escenas notables. La idea de que la maternidad es, a veces, e irremediablemente a una edad y no a otra, no tanto una ilusión luminosa, sino algo más parecido a un sol tapado por nubes, una pregunta como un aguijón por el deseo y por la raíz del deseo, que la época responde con soluciones muy prácticas, una bolsa llena de cajas de jeringas y frasquitos envueltos en telgopor y hielo, dice, cápsulas nutricionales, estudios, pastillas para la estimulación, y un coro de moiras que invitan a que te visualices siempre empoderada. Si querés podés, le dicen las demás mujeres del grupo del que ahora forma parte, «atrapadas en una red que no aceptaba verlas vencidas». 

Pero dice también: «El problema no era si se podía elegir, (…) la naturaleza podía ser cruel, dejarla sola y arrepentida, como una vagabunda en la ruta. ¿Le gustaban los bebés? Para ser honesta, no le atraían demasiado». Al final, cuando Elisa espera que eso minúsculo en su útero sobreviva, le manda un mensaje a su hermana que está en África con la pregunta que parece ser la que más le importa: «¿Cuándo volvés?».

Una diría que este cuento toma ese eslogan tan en uso, que dice que es la época de nuestro cuerpo y de nuestras decisiones, que una elige, y tiene que elegir, y entonces Leticia lo retuerce, lo estruja y se pregunta con una ternura y una honestidad que desarma, y una incorrección sutil y necesaria: «Esa idea del deseo, ¿cómo darse cuenta?». 

Pienso que este cuento es un acierto fabuloso y un cierre perfecto para un libro que maneja los opuestos con maestría, con una destreza que parece decir, no me cuesta nada hacerte reír, ahora hacerte emocionar. Flora y fauna es un libro repleto de dobles, y es sobre todo una definición de la sororidad como solo una definición inteligente de la sororidad puede serlo, llena de lealtad y repleta de contradicciones. 

Flora y fauna, por Santiago Nader

«¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» contesta Caín. ¿Qué es un «guardián»? ¿Qué es un «hermano»? ¿Qué es una «hermana»? ¿Acaso somos nosotras guardianas de nuestras hermanas? ¿Qué pasa si nuestras hermanas resultaran, prácticamente, un reflejo absoluto y a la vez distorsionado, magnificado y desaforado de nuestro ser? ¿Qué tanto o tan poco importante resulta en mi vida que exista un sujeto en el mundo que es, en verdad, idéntico a mí y a la vez diametralmente opuesto? 

Una conclusión express que podríamos sacar de Flora y fauna si leyéramos tan solo sus primeras páginas es que este es un libro sobre el apego. Un libro que acaba en la idea común de: «No puedo vivir sin mi hermana», o «Mi hermana lo es todo». Pero, a tan solo unas pocas páginas de un primer cuento divertidísimo que prácticamente burla a la cultura estigmatizante de los mellizos como entes indivisibles o pluralidades interminables, nos damos cuenta de que este libro se trata, más bien, de todo lo contrario: este es un libro sobre la individuación. Este es un libro que traza el recorrido, sí, de dos hermanas (y de las personas que las rodean), pero el tratamiento narrativo que Leti le da a sus protagonistas es asignarles una existencia válida fuera del dúo, fuera del par. Con sutileza y con perspicacia, este libro sugiere que una melliza es un ser en sí mismo, una realidad en sí misma, un conjunto de decisiones en sí mismo, más allá de su hermana. 

De cualquier modo, aunque bien una es una y la otra es la otra, la melliza está ahí. La melliza pregunta, responde, comenta, acompaña, le escribe a la otra, le ayuda a la otra, le dice a la otra que haga o no haga, antagoniza a la otra, por qué no; está siempre flotando en un éter, y siempre se puede acudir a la hermana con solo dar vuelta los ojos cerrados, mirar las neuronas, bucear unos metros profundo en la mente. Y ahí, se aparece su voz. O su cara. Acompaña. En Flora y fauna, lo que comparten estas hermanas, por sobre todo, es un contexto: una familia, una manera de ser criadas, una batería de recuerdos y de experiencias. Pero cada una de ellas se relaciona con todo eso desde su sitio, desde su propia forma de ver. Estas hermanas no son iguales, pues dos personas no son iguales de ningún modo, en ningún planeta. 

Lo que sin dudas comparten es una línea del tiempo, una brújula: nos traen al mundo en el mismo momento y, ya sea que hagamos las cosas más juntas o menos, crecemos oyéndole el pulso a la otra. Sorteamos la familia, la escuela, el trabajo, la vida amorosa; nos hacemos adultas juntas. Y, aunque vivamos en solitario estas experiencias, vos estás para mí. Y yo estoy para vos. Existís en mi mundo, no voy a negarlo. Estás y, en principio, me gusta que estés. Aunque no te lo diga jamás: no hace falta decirlo, ¿verdad?  Lo sabemos. Lo más lindo de este libro es que los mapas vinculares que están grabados a flor de piel no son arquetípicos, ni obvios. Estos mapas vinculares se despliegan a medida que las páginas transcurren y las memorias e interacciones se van asentando, interconectando, contradiciendo. Estos mapas vinculares se entrecruzan mientras se narran experiencias, percepciones sobre cómo Elisa, Pamela o sus allegados habitan el mundo. 

Flora y fauna comienza con una cita que no podría pertenecer a otro libro más que a Claus y Lucas, de Agota Kristof. La escena que contiene esta frase es la siguiente: 

Es por la noche. Nuestros padres creen que dormimos. En la otra habitación, hablan de nosotros. 

Nuestra madre dice: 

—No soportarán estar separados. 

Nuestro padre dice: 

—Solo se separarán durante las horas de colegio. 

Nuestra madre dice: 

—No lo soportarán. 

—Pero hace falta. Es necesario para ellos. Todo el mundo lo dice. Los profesores, los psicólogos. Al principio les costará, pero luego se acostumbrarán. 

—No, nunca. Lo sé. Los conozco bien. Forman una sola persona. 

Nuestro padre levanta la voz. 

—Justamente, eso no es normal. 

Flora y fauna no es un libro sobre hermanas, únicamente. Este también es un libro sobre madres, sobre abuelas, sobre erotismo. Este también es un libro sobre chongos sensibles, noviecitos normales, varones imbéciles. Este es un libro sobre momentos que se parecen a una verdad, a una realidad, pero valen más, porque hay corrimiento. Porque Leticia, con mucha astucia, despliega varios procedimientos muy diferentes para decir que quien habita estas páginas no es ella, ni su melliza, sino una versión condimentada, tamizada, estacionada de la verdad. ¿A quién le importa la verdad? Lo acontecido es un puntapié, una excusa regia para bailar en la fiesta de máscaras que implica sondear la experiencia personal en el mundo y sublimarla en un cuento. 

Más allá de un universo riquísimo en personajes, acontecimientos y texturas, lo que provoca el placer en la lectura de este libro es la claridad con la que Leticia se comunica. La claridad con la que ella dispone el mundo que se propone narrar nos hace sentir que alguien nos tiene en cuenta. Y, en estos tiempos, que alguien nos piense mientras escribe y despliegue un relato con la intención de hacernos disfrutar del recorrido, de que acompañemos sus ficciones, se vuelve un mimo en nuestra experiencia como lectores.

19/12/21 Presentación de La banda oriental + Caja continua de voces I

La banda oriental, por Cynthia Edul

Como una didascalia, esas anotaciones que ponen les dramaturgues en los textos teatrales y que fundan visualmente la escena (El apartamento de los Wingfield está en los fondos del edificio, y es uno de esos vastos conglomerados de unidades de vida celular semejante a una colmena, que florecen como excrecencias en los centros urbanos superpoblados de la clase media inferior y son un síntoma del impulso que empuja a ese sector de la sociedad norteamericana, así empieza El zoo de cristal, o, Explanada delante del Palacio real, Elsinor. Noche oscura. Así empieza Hamlet).

“La casa tiene una piscina negra. Queda en el barrio Beverly Hills, en Punta del Este, Uruguay. Allí vive una nena de once años. Cuando los dueños no la ven, se acerca a la piscina. Se sienta en el borde, con el agua hasta las rodillas, y observa el fondo oscuro”. Y así empieza La Banda Oriental, tan magistral como el Zoo de Cristal, tan memorable. Como una didascalia, con la que se despliega el “Acto I” de esta novela que es una obra de teatro o esta obra de teatro que fue antes una novela. Pero la didascalia crece, la dramaturga le da cada vez más espacio. Eso que en las piezas teatrales se acota, acá la dramaturga la aprovecha para explorar ese mundo, descubrirlo, sondearlo en sus imágenes sensoriales. Y avanza. “Al perro también le fascina. Él acompaña a la nena y se acuesta a su lado cada vez que ella se sienta en el borde. No es el tipo de perro que busca llamar la atención agitándose”. Así nos presenta a los personajes, la nena y su perro, la tía que trabaja en la casa principal de los brasileños, el Padrino, el invitado y su mujer. O los verdaderos personajes que estructuran los capítulos dentro de cada acto: La piscina, el invitado, los miserables. Los habitantes de ese espacio escénico que es la novela.

Como una didascalia que se va de control, que lejos de indicar algunas acotaciones del mundo al que entramos, lo empieza a desnudar, hasta los huesos, así se funda la voz narrativa de La banda oriental que va a desplegar su relato en dos Actos. Leo esta novela como una obra de teatro. Me siento en primera fila para descubrir el espacio escénico imaginario. La piscina negra, las reposeras, el borde, el agua oscura, los pies de la nena, el ocico del perro, y más allá, una familia que ve la telenovela, que no se ve, pero que se oye a través de unos parlantes gigantes que se amplifican en todo el jardín. Ese organismo, como dice Mauricio Kartún, ese ente vivo, autónomo, ese microcosmos en equilibrio que es toda pieza teatral, es el espacio escénico de La Banda Oriental

Una de las leyes que funda más cabalmente la dramaturgia es la extra escena. Ese espacio imaginario que es tan cabal como lo que sucede en la escena misma, espacio de los cuerpos y los conflictos. La extra escena es ese mundo que se evoca en la escena, a través de la palabra. Algunos de los momentos más trascendentales de la historia del teatro no suceden en escena: las horas que Laura Wingfield espera en la calle para hacer de cuenta que está cursando en la escuela de mecanografía, sentada sola en un banco de plaza en pleno invierno gélido, el momento en el que asesinan a los niños herederos del reino en la torre, en Ricardo III, cuando Edipo se saca los ojos. Nada de eso se cuenta en escena, viene un mensajero, lo cuenta el ladrón, lo evoca la misma Laura cuando Amanda, su madre, la increpa. La extra escena es esa ventana en la que los personajes de Final de Partida, de Beckett, se asoman a ver el mundo ahí afuera y cuentan lo que ven. La extra escena es el primer piso en el que sucede la escena de los propietarios ricos en Babilonia de Discépolo, mientras los empleados, inmigrantes y pobres, padecen penurias en el subsuelo. La extra escena es esa casa de brasileños millonarios de Beverly Hills, en Punta del Este, de seis cuartos, con un pequeño palacio secreto, con bañeras redondas de hidromasaje y grandes sillones de cuero blanco, de espacios y cosas grandes, sillones, camas, baños, toallas, y autos, autos tan inmensos en los que se podría vivir ahí adentro, las camas doble King size y las sábanas de algodón egipcio. La nena solo logra ver las siluetas de los invitados cuando alguna luz se prende en el comedor, las voces de esa extra escena llegan al escenario principal a través de los parlantes que amplifican la telenovela. Me diga a verdade! Você é um lixo! Um lixo, Luiz Eduardo! Las voces de la novela se interrumpen, llegó la hora de las noticias, la tele se apaga porque a los brasileños no les interesan las noticias. Esa es la extra escena, ese mundo que solo podemos conocer a través de las percepciones fragmentarias que puede ir agarrando la nena, en el deseo de pertenecer, de poder ir a Brasil, de hablar portugués y de ser adoptada por una pareja de brasileños. Pero la extra escena es también Brasil, Brasil que tiene tantas cosas, “tiene las playas más lindas del mundo. Las mujeres más lindas del mundo. Bronceadas, con muslos fuertes, colas fuertes, porque hacen gimnasia todos los días. Tienen niñeras que también se visten de blanco. Tienen la ropa más linda del mundo. El mejor algodón, muy suave, muy elástico. Las sandalias más lindas del mundo. Brillan las sandalias brasileñas. Las mejores manicuras, que pintan las uñas muy prolijamente, con una fina raya de esmalte en la punta en un tono apenas más oscuro que el resto”. Ah Brasil, cuando me vaya a Brasil, dice la nena, con los brasileros, que les encanta estar tirados con su cerebro totalmente en blanco, iluminado por el sol. Porque en Brasil es verano todo el tiempo. El sol fuerte baña todas las cosas, que de eso modo se vuelven más coloridas. “Quizás (imagina la nena) piensen en esos colores, que forman un arcoíris dentro de su cerebro”. Una verdadera extra escena de la exclusión social. La Banda Oriental, al mejor estilo Babilonia de Armando Discépolo, despliega espacialmente la estructura exacta de la exclusión social. El los de arriba y los abajo, convertido ahora en los de adentro y los de afuera. Los de las sábanas blancas de algodón egipcio doble King Size y los pies fríos de una nena en el agua de una pileta que es negra, que de tan negra parece un campo magnético que atrae a todos los que pasan por ahí. Para tragarselos, como la pobreza.

“La escena explicita una estructura”, dice la dramaturga que filosofa el perro. “Algunos están acostumbrados a estar afuera. Otros, no. No, quizás esto no sea muy preciso. Algunos, aunque les toque estar afuera, nunca se sienten realmente afuera. Saben que la situación no es permanente. Tienen esa tranquila seguridad. Otros inmediatamente sienten el riesgo. Otros están tan acostumbrados a estar afuera que lo viven, se podría decir, con cierta tranquilidad. O quizás tampoco esto sea preciso, porque siempre se puede estar más afuera que el afuera. Hay grados, se podría decir”.  

Si Discépolo ponía la mirada hacia abajo, Paloma Vidal pone la mirada hacia afuera. A la periferia de los centros de poder, pero a esa periferia que está tan cerca, que nos deja al descubierto lo perverso del sistema. Te dejan poner los pies en la pileta, pero si te querés zambullir en nuestras aguas, te puedo asegurar que te vamos a hundir. El Lado B de la Telenovela que une a ricos y pobres, la casa de Beverly Hills, los deja claramente afuera. En los bordes, en la periferia del jardín, mirando por la ventana, intuyendo los movimientos de adentro a través de las siluetas que a duras penas la luz deja ver. “La escena explicita una estructura” filosofa el perro. La estructura misma de la ideología de clase, agregaría yo.

Babilonia sucedía en la cocina de una casa de ricos en el que trabajaba un grupo de inmigrantes de origen diverso. El conflicto de la obra era el enfrentamiento entre esos dos sectores sociales irreconciliables: la opulencia de los nuevos ricos, frente a la carencia y las humillaciones de los criados. Cien años después, Paloma Vidal despliega un escenario de similar estructura, pero de intensidades más exacerbadas, para poner “en escena”, la opulencia más opulente todavía de los nuevos ricos brasileños que despliegan su poder en la explotación de los pobres uruguayos, haciendo de América Latina un mapa mismo de la explotación social puertas adentro.

Pero, como dice Mauricio Kartún, “descubrir la contradicción es encender el motor dialéctico del personaje. El único que le permite accionar por sí mismo”. Y la nena lo va a entender muy bien en la trayectoria de esta obra. “Ahora la oscuridad que la llama es la de la piscina. De golpe se pone triste. Quisiera ser leve como los dueños y los invitados. Quisiera la alegría de sus carcajadas. Quisiera que a ella no le tocara tomar decisiones tan difíciles. Pero quejarse no sirve. Lo aprendió viéndola a la tia. Para salvarse, hay que actuar”. Y eso va a orientar el sentido de sus pasos.

El centro de la escena, es el centro de gravedad. En Artes escénicas siempre se sugiere no ocupar el centro de la escena, porque es como tapar el campo magnético al que van todas las energías del espacio. Paloma Vidal parece comprender muy bien este principio, pero en  su comprensión exacerba el gesto. Pone en el centro del escenario una pileta negra, tan negra como la más negra noche, negra petróleo, que va a operar como un campo magnético, un misterio, una energía misteriosa. La pileta tiene un secreto, para el que lo quiera descubrir. Pero para descubrirlo hay que zambullirse. La pileta es el Deus ex machina de toda la conflictividad social, es la hamartia, el destino trágico, es la voz de los dioses, la fractura, el gran vacío de la existencia y del ser y al mismo tiempo el único lugar del que podría venir un orden de restitución justa. Una boca enorme y negra, un vértigo, un fondo, del que puede salir una solución. “Martillo, condúceme al corazón de todo misterio” clama un texto sobre la piedra de la tumba de Ibsen. El corazón de todo misterio es acá la pileta negra. Como los agujeros negros, que se tragan hasta la luz, hay algo de trágico en ese agujero negro, el lado opaco de la existencia de la mente en blanco, las arenas blancas y los pensamientos como arcoiris, las aguas calmas, los pies en la arena. La pileta negra es la verdad.

Y el cuerpo por el que pasa el conflicto. Mauricio Kartún dice que en toda pieza teatral, es un cuerpo el que sufre. Paloma Vidal nos dice: “la obra es la nena”. La nena busca su lengua. Quiere hablar portugués para ir a Brasil, aprende el portugués de las novelas brasileñas de Red O Globo, Bra-Sil, “se sube a esa palabra, se recuesta sobre ese Bra que parece un sillón, que la acoge, la abraza, la contiene”. En esa exclusión que también se va a dar en la lengua, también se va a dar una nueva lengua, “una lengua loca que ahora les pertenece”. “Que beleza, Parece reveillon”. Una lengua nueva, loca, carnosa, lengua fuego que va a nacer de lo más oscuro del agua. Una lengua que va a poner en palabras el sufrimiento de los sin voz.

Podría escribir un libro sobre este libro. Que habla con Fogwill, con Arlt, con Puig, con Discépolo, con Clarice Lispector, un poco La hora de la estrella, un poco la mujer araña, mucho de Los miserables y que no se le parece a nada. Que hay un poco de todes, pero no se le parece a naides.

“Soy un poeta. Y después pongo la poesía en el drama”, decía Tennessee Williams. Esas palabras solo me llevan a Paloma Vidal, poeta, dramaturga, narradora, que pone la novela al revés, la da vuelta, la hace teatro, hace al teatro novela y hace hablar al misterio. Le hace decir solo la verdad.

“Siempre he imaginado al texto teatral como aquella brasa que el hombre primitivo- cuando no conocía aún el secreto del fuego- portaba como un tesoro durante el día, para reproducir en la noche la llama protectora, cálida y cocinera. Como esa brasa, la obra teatral es por siempre un incendio en potencia”, dice el gran maestro Mauricio Kartún. Puedo asegurar entonces que La Banda Oriental le hace honor a toda la tradición teatral, la trae al presente, ya no como potencia sino como fuego real.

1, 2 y 3 de octubre: Feria de Editores 2021

Con una inmensa alegría, después de más de un año de virtualidad por la pandemia, volvimos a encontrarnos en persona con nuestrxs lectorxs y colegas. ¡Fue una fiesta!

09/10/21: Merienda íntima para celebrar la salida de La luz y la montaña

¿Por qué tanto ensañamiento?

Por Leticia Frenkel

Hay muchas razones por las que la novela de Soledad es tremendamente “actual” dentro de la narrativa contemporánea. Por un lado, están los temas: la maternidad y el interés por conectarnos con experiencias menos racionales, menos capitalistas (se me viene Carrére, por ejemplo, que acaba de editar Yoga). Por otro, el género: la escritura de un diario, de la literatura del yo y “la intimidad como espectáculo”, como dice Paula Sibilia, que tanto interés sigue despertando y también, increíblemente aún, controversias.

El otro día presencié una charla en la FED muy interesante entre Sole, Betina Gonzalez y Leila Sucari, cuyo tema, era, justamente la escritura de ficción y no ficción. La escuchaba a Sole tener que justificar que lo suyo es una novela y por ende no tiene menos valor que un relato “completamente inventado”, y se me revolvía el estómago. ¿Qué es esto de estar justificando si lo que escribí me llevó más tiempo o esfuerzo? ¿Acaso hay un termómetro para medir cuánto valor tiene la experiencia real o la inventada? Ayer leía a un amigo en Facebook recomendando un libro sobre una experiencia autobiográfica, y decía algo así como: “Lean ese libro y abandonen para siempre la autoficción”. ¿Por qué tanto ensañamiento? ¿Y, sobre todo, por qué me decís lo que tengo que hacer? En fin…

Pero más allá de estos chiquitajes, es interesante cómo esta literatura que toma inexorablemente el narcisismo propio de nuestra época (y de nuevo me vuelvo a acordar de Sole diciendo que Apegos feroces de Vivian Gornick, por ejemplo, es una novela autobiográfica escrita en 1987, no ayer ni el año pasado). Como decía, esta literatura tan “i me mine”, va a contramano de lo que propone La luz y la montaña, porque con la meditación lo que se busca es justamente “disolver el yo”, apagar un poco la ansiedad, la neurosis, la alienación, y el exceso de egocentrismo que nos llega como rayos fulminantes a través de Twitter o Instagram.

Por otro lado, el género “diario íntimo” parece ser el más natural para lo que busca contar porque, al igual que la práctica meditativa, escribir un diario implica una constancia, un trabajo de todos los días, como levantarse y sentarse sobre un zafu en silencio. Aunque hable de algo tan específico como la meditación, con palabras en sánscrito como atma vichara, ashram, y hasta algunas impronunciables como Tiruvannamalai, la novela consigue una calidez y una intimidad muy fuertemente vinculadas a cómo la narradora ahonda en lo cotidiano, en el devenir de los días que es, en definitiva, la vida misma.

Además, este mundo tan otro, tan particular como lo es el acto de meditar, “una práctica en la que aprendemos a convivir con nuestro ser” (¡a ver si los “pro mundos de pura ficción” pueden siquiera inventar algo parecido!), está conectado con preguntas y sensaciones que todos tenemos, meditemos o no. Confieso que soy una outsider. Siempre tuve ganas de interiorizarme en el mundo de la meditación, pero hasta ahora, a lo máximo que llegué en mi camino esotérico, es a hacerme la carta natal y la revolución solar. Cada vez que voy a lo de Corina, mi astróloga, me dice que, por mi ascendente en acuario me tendría que conectar con mi lado metafísico y espiritual, y que meditar sería lo ideal para mí ¡Increíble, ya estoy hablando de mí! Qué horror.

En ese sentido, hace poco leí un libro que me voló la cabeza que se llama Biografía del silencio, de Pablo D´Ors, y que Sole cita, por supuesto, en La luz y la montaña. En un momento dice lo siguiente: “Como muchos de mis contemporáneos, estaba convencido de que cuantas más experiencias tuviera y cuanto más intensas fueran, más pronto y mejor llegaría a ser una persona en plenitud. Hoy sé que no es así: la cantidad de experiencias solo sirve para aturdimos. No creo que el hombre esté hecho para la cantidad, sino para la calidad. Gracias a esa iniciación a la realidad que he descubierto con la meditación, supe que los peces de colores que hay en el fondo de ese océano que es la conciencia, solo pueden distinguirse cuando el mar está en calma, y no durante el oleaje y la tempestad de las experiencias. Y supe también que, cuando ese mar está en una calma aún mayor, ya no se distinguen ni los peces, sino solo el agua, el agua sin más”. (Leo esto y me dan ganas de ponerme a meditar ahora mismo, ¿a ustedes no?)

Pero casi al principio del libro, Pablo D´Ors dice otra cosita muy interesante: “Durante los primeros meses meditaba mal, muy mal; tener la espalda recta y las rodillas dobladas no me resultaba nada fácil y, por si esto fuera poco, respiraba con cierta agitación (…) Sin embargo, había algo muy poderoso que tiraba de mí: la intuición de que el camino de la meditación silenciosa me conduciría al encuentro conmigo mismo tanto o más que la literatura, a la que siempre he sido muy aficionado”. Puede que sea así. De nuevo el termómetro que mide y compara: realmente no sé si meditando tenemos más chances de conocernos que a través de la literatura. En el libro de Soledad, las citas de libros sobre espiritualidad se alternan con fragmentos de poemas de Sylvia Plath, Simone Weil y Adrienne Rich. Y entre ambos lenguajes, se construye el sentido o, mejor, el sinsentido en esta búsqueda acerca de quiénes somos y qué deseamos.

Por esto, y para ir cerrando, es fundamental hablar un poco de la escritura de la novela. La luz y la montaña logra un doble movimiento: por un lado, una voz lúcida, profunda y crítica, pero también vulnerable, conmovedora y liviana –como si estuviera levitando–, que nos va metiendo en ese mundo de sierras, arroyos y comidas naturales, al mismo tiempo que va desparramando de una manera sencilla y natural, como si arrojara semillas en la tierra, algunas preguntas ontológicas, existenciales, que nos atraviesan por el cuerpo como nuestra columna vertebral: “¿Hay algo de escape en la necesidad de sentarse todos los días en silencio, con los ojos cerrados e inmóvil?” ¿Está mal escaparse? “¿Por qué me cuesta tanto volverme simple? “¿Qué es vivir de verdad?”.

Pero además, hay otra pregunta crucial que recorre toda la novela: “¿Por qué aparece el conflicto entre ser madre y la espiritualidad?”, se pregunta ella, mientras cuenta que su momento para meditar es a la mañana, justo antes de que se despierte su hija Aurora (Sole dice que “hasta se volvió experta en calcular a qué hora iba a despertarse para poder poner una alarma 40 minutos antes”). Cada una podrá responderlo con su propio “issue”: “¿Por qué el conflicto entre ser madre y… puntitos suspensivos? La novela también habilita el problema de “ser madre y escritora”, y enseguida resuenan los ecos, entre muchas otras, de Natalia Ginzburg y de Jane Lazarre. Con mucha gracia, Soledad parece decirnos: ser madre es acostumbrarse a modos de ser que constantemente se ven interrumpidos. Porque, ¡qué más trunco que estar meditando y que nuestra hija se nos cuelgue como un monito o nos pida un plato de granola!

Justamente, le contaba a Sole por Whatsapp mientras leía su libro hace unos meses, que muchas parte las leí en la terraza de mi casa, mientras jugaba con mi hija Julia (escribir es toda una proeza. Pero hasta leer tranquilas a veces se convierte en una aventura exótica, ni hablar si estamos en pandemia). Como ella es amiga de Aurora, le leía en voz alta los diálogos que tenían Sole con Auro y luego los charlábamos. A Juli la maravillaba escuchar que su amiga estaba en un libro. Y también le encantaba oír escenas en lugares que ella misma conoce y adora, como la casa de su amiga o las excursiones al arroyo, donde la madre se preocupa porque piensa que su hija se comunica con las piedras y las plantas, o cuando le pregunta cosas que a mi hija también le interesan bastante y que en general no sé cómo contestar: “¿Por qué hay gente en el planeta” ¿los seres humanos también se mueren?, ¿cómo llegan los bebés a la panza? ¿Quién nos inventó? Frente a esto, Aurora inmediatamente responde: “Para mí un señor inventó a los animales y una señora inventó a las plantas”. ¡ Abanderados de la pura ficción, a ver si pueden superar algo así!

Editar a y con Soledad

Por Julieta Mortati

A Sole la conocí en el taller de Santiago Llach hace casi diez años. La recuerdo leyendo un texto que después publicaría en Mamá India hundida en el sillón de ese living de luz cálida de la calle Talcahuano. En ese momento, Tenemos las Máquinas todavía no existía ni en los pensamientos. Como Sole, yo también acababa de volver de viaje. Estaba sin amor, sin trabajo y sin rumbo. Recuerdo que sus palabras me interpelaban y al mismo tiempo me conmovían del modo en que la prosa de Sole me sigue conmoviendo hasta el día de hoy: sin aviso. 

Unos años después me dijo que había juntado el material que había estado escribiendo todo ese tiempo y que le parecía que tenía algo. Hacía tres años había fundado la editorial y su texto cuajó perfecto con lo que buscaba: textos que no diera lo mismo que existieran o no, ni para mí, ni para la autora y esperaba para quienes lo leyeran tampoco. Ni bien me lo mandó lo leí de un tirón y al terminarlo la decisión de publicarlo fue inmediata. El título Mamá India vino con el manuscrito o no demoró en llegar, la edición tomó algunos encuentros en el que fuimos puliendo el texto en el Word y también en el PDF. Me acuerdo de una tarde que nos sentamos juntas en la oficina a la calle que había instalado en el local de la imprenta de mis padres. Se escuchaba el ruido de los camiones que pasaban por la avenida Independencia y se sentía el olor del smock. Sin embargo nos pusimos de acuerdo muy rápido. Después Ana Carucci la dibujó con su trenza larga, al retrato no hubo que hacerle casi ningún retoque y a los pocos meses Mamá India estaba en librerías. Lo presentamos primero en Buenos Aires, leyeron Damián Tullio y Cecilia Fanti y como cierre hubo un baile hindú en el que al final la bailarina le regalaba una flor para desearle buenos augurios. A los meses viajamos a su pueblo, General Deheza en Córdoba y su profesora de literatura del secundario la presentó en el salón de la Cultura del pueblo, estaba lleno, hubo fotos con el intendente, baile y cosas ricas. Nunca antes había vendido tantos libros juntos.

La luz y la montaña se gestó en un contexto completamente diferente. Un verano Sole y Santi se fueron de vacaciones a Traslasierra por quince días. Quince días después de volver, dejaron su casa de Buenos Aires y se fueron a vivir allá. Me acuerdo de los mensajes de whatsapp de ese primer año y los momentos duros de la adaptación. Al verano siguiente fuimos a pasar las vacaciones con ellos. Sole nos consiguió una casa en la que desde la ventana de la habitación veíamos caballos comer pasto y mientras de un lado se ponía el sol, del otro la montaña se volvía rosada. Nos quedamos un mes y todas las semanas nos juntábamos a leer lo que estábamos escribiendo. Ella leía su diario. 

Un día me dijo que ya creía que lo tenía terminado, lo habían leído varios amigos y parecía que había «algo». Ese «algo» me atrajo mucho más que si me hubiera dicho que había terminado “una novela”, porque proponía atravesar juntas el camino de ver qué tenía entre manos. Si siempre dije que publicaba libros para hacerme amigos, publicar La luz y la montaña significó conocer más a mi amiga. Me sorprendió lo que contaba, nunca me lo hubiera imaginado con esa intensidad, y si era eso lo que le pasaba, me sentía en falta y le debía varios abrazos. Pero al mismo tiempo, la descubrí también más valiente, no por lo que contaba sino por lo profundo que se animaba a ir y también terminé de comprobar que Soledad no es una escritora por azar, sino porque cree en la literatura, en leer y escribir, como forma de vida.

“¿Los nombres van reales?”, le pregunté. “Sí”, me dijo sin vacilar, “ya fue, ya fue todo”. Sole, que en general puede parecer una persona dubitativa, es como si se guardara el poder de la asertividad para lo que verdaderamente importa.

En ese momento yo había quedado embarazada, después nos agarró la pandemia. Después yo parí, Sole había quedado embarazada y la salida del libro se fue estirando. Este libro abriría una colección nueva en la que publicaría autores reconocidos y las obras siguientes de los autores de TLM y teníamos que definir la línea. Nos pusimos a trabajar con Ana Carucci, probamos otro tipo de retratos que los de la colección Primeros Libros, pero no salió. Luego decidimos que el camino del dibujo de tapa era por la obra y usamos todo el pliego de tapa. Mientras, con Sole íbamos pinponeando títulos hasta que quedó La luz y la montaña. Fueron decisiones lentas. Después Ana cayó con covid y estuvo exactamente 42 días mal. Después, yo cometí el error de mandarle a Sole el Word corregido sin control de cambio y cuando Sole me pidió ver las correcciones no tuve más respuesta que enviarle un archivo comparado. Tensión y malestar. Revisamos el texto por zoom, Sole en Córdoba capital esperando que se desencadenaran las contracciones y yo acá con Lena dormida en mis piernas. Nos dijimos cosas en un tono en el que nunca habíamos hablado. Continuamos. Finalmente llegamos a un Word consensuado. Nació Felipe y pasamos a la siguiente etapa. En junio fuimos a Traslasierra a cortar el invierno, me disculpé y nos abrazamos, pasamos tiempo juntas y firmamos el contrato. Ana me mandó el boceto final de la tapa, la síntesis (una serenidad amenazada) con la que entendió todo me dejó estupefacta. 

Cuando estábamos por pasar las últimas correcciones del PDF, Julián, el diseñador, cayó dos semanas con covid. Era junio y aun no habíamos publicado el libro que se iba a publicar en marzo. No nos quedó otra que seguir esperando. Julián se recuperó, armó el archivo final, imprimí una prueba, lo leí por quinta vez, controlé las citas, whatsapps de fin de semana. No podía creer el resultado, lo hermoso que había quedado, le sacaba fotos a las pruebas de tapas, habíamos hecho varias para llegar al color. Reconozco que me obsesioné con este libro, me obsesiono con los libros de TLM, pero cuando salen me dan más felicidad que los libros escritos por mí.  Finalmente teníamos la tapa, el interior y el libro salió con la llegada de la primavera.

Creo que después de La luz y la montaña no somos las mismas, siento que la amistad pasó por pruebas difíciles, pero se fortaleció. Espero poder seguir publicando tus libros que vendrán.

7, 8 y 9 de agosto de 2020: TLM participó en la FED Virtual

 

El viernes conversamos con las autoras de TLM Magalí Etchebarne, Olivia Gallo, Melina Dorfman, Adriana Riva y Soledad Urquia sobre leer y escribir.

El sábado presentamos virtualmente Caja continua de voces I, de Pablo Martín Ruiz con lecturas de diferentes partes del libro por parte de la escritora brasileña Paloma Vidal, la escultora Claudia Fontes y la Dra. en Letras Daniela Dorfman.

El domingo conversamos con Denis Fernández, de Marciana; Nurit Kasztelan y Sol Echevarría, de Excursiones; y Vanina Colagiovanni, de Gog y Magog, con quienes integramos Cóctel, editoriales amigas unidas, sobre los nuevos lanzamientos de este año en el contexto de la pandemia.

14/09/2019: Presentación de LAS CHICAS NO LLORAN, de Olivia Gallo en Club Lucero

 

La sabiduría de una escritora

por Tamara Talesnik
Leído en la presentación de Las chicas no lloran, de Olivia Gallo

No sabía bien cómo se hace esto de presentar un libro así que pensé en copiarme de otrxs. Encontré el texto de la presentación de Un año sin amor, de Pablo Pérez, en el que Mariano Blatt dice que le toca presentar el libro en su calidad de coeditor, pero sobre todo en su calidad de puto. Bueno, creo que a mí me toca presentar Las chicas no lloran en mi calidad de compañera del taller de escritura, pero sobre todo en mi calidad de chica. De chica de la misma edad, más o menos misma clase social y que vive en la misma ciudad y época que Olivia Gallo. 

Coincidimos en el taller de Santiago en 2016 o 2017 en el grupo de los jueves a las 15. Como le escuché decir a otra compañera una vez, “qué celos como escribe Olivia”. Como toda persona virtuosa, da la sensación de que lo que hace es algo fácil, algo que podría hacer cualquiera, que es como hablar, pero quienes íbamos todas las semanas intentando lo mismo sabíamos que eso es mentira. Olivia desaparecía durante algún mes y después volvía con un cuento perfecto que empezaba y terminaba, que tenía metáforas que sin ser rebuscadas eran sólo suyas y con imágenes que sentí que las había visto en mi vida cotidiana pero nunca las había leído ni podido escribir. Me imaginaba que en ese tiempo de ausencia había salido a vivir, a recopilar experiencias. Escuché un par de veces a otros lectores referirse a sus cuentos como “maduros”, dándoles el valor de venir de alguien que escribe como si tuviera más años y bajo la fantasía de que es la edad lo que trae sabiduría. Yo creo que los cuentos de Las chicas no lloran tienen el valor de quien ha vivido estos años, los que llegan hasta los veintis, pero prestando un poco más de atención. 

En “Afrika”, el cuento inaugural, la narradora adelanta o rememora “nunca llegamos tan lejos” antes de subirse a un auto que parte de la quinta donde transcurrió su infancia. El chico que maneja le ofrece pasar los peajes sin destino, hacia una vida juntos en alguna playa, viviendo de ahorros y dejando atrás a su padre golpeador. La chica acepta ser la copiloto sin expectativas de nada. Las narradoras que se repiten en los doce cuentos salen a la vida aterrorizadas, aunque nunca paralizadas, y cansadas de antemano, desde la infancia, tal vez por el tiempo pesado y pegajoso de los campos de la abuela que están por venderse, de los destinos costeros que nunca se transforman y de la cercanía al zoológico en verano, cuando no hay ninguna ocupación más que el ocio, la cárcel de no tener ninguna obligación más que la de los vínculos con los chicos y las amigas. 
En “El lugar más seguro del mundo” la narradora hace una aclaración que un poco establece el código de lectura para lo que va a venir después, casi que contesta a la pregunta: “¿qué tipo de chica sos?”, dice: “Nunca fui una de esas chicas sin miedo. De esas que avanzan por la vida como si el mundo fuese un gran supermercado, lleno de ofertas accesibles y llamativas. Yo siempre tuve miedo. Siempre tuve vergüenza. Siempre fui demasiado consciente de las posibles fallas de cualquiera de mis movimientos”. El mecanismo de defensa desarrollado para palear el miedo en esta historia es convertirse en, cito, “una especie de anarquista emocional, una nihilista del sexo”. Así, en los cuentos que siguen, los varones van apareciendo: amigos con tensión sexual, novios, chongos, padres, padrastros. Frente a ellos, las narradoras están a la espera de que sanen o de que gusten de ellas hombres suicidas, chicos golpeados, hombres que tachan la primera letra de su nombre, viejos que se caen en el mar o que mascullan un insulto atados a una cama, y chicos que no lograron ser lo que habían soñado. Esto no es raro para nosotras, las chicas, que muchas veces somos las que cuidamos, las que estamos alrededor: acompañando en el encierro hasta que nos animamos a bajar del auto, corriéndole el pelo de la cara a amigas que vomitan, siendo enfermeras en geriátricos, viendo saltar a un hombre por la ventana, esperando que dejen a otras pero sin pedirlo, acompañando en un duelo, criando bebés en habitaciones adolescentes. Olivia pone a estas chicas, muchas testigos del dolor ajeno, en el centro de la escena, pero sin el subrayado innecesario de volverlas heroínas que lleven la acción hacia adelante, sino testigos-narradoras: lo único que llevan adelante es el relato de hechos que ya han quedado fuera de su control, como un auto manejado por un hombre herido por Av Libertador en “Heath Ledger”, como “una pared de hormonas efervescentes” en la pubertad de “El susurrador de caballos” o como el enamoramiento en “Toda la gente sola”. “El ciervo bebé que sentí adentro cuando lo vi por primera vez ahora creció: es grande y majestuoso, su cornamenta se bifurca y se estira hacia al cielo. Camina seguro y confiado por el bosque”, escribe Olivia.

Estas chicas van detrás de los que tienen el monopolio del dolor, mientras a ellas se le llenan los ojos de agua por un gatito que muere en un incendio o tratan de no llorar por un abuelo senil. 

Es que no, las chicas casi no lloran, pero igual creo que este es un libro sobre la angustia, que en “Caramelos ácidos de limón” toma la forma del “nudo horrible y hermoso de la nostalgia”, o que en “El lugar más seguro del mundo” viene con el bajón del md descrito como “una especie de tristeza prehistórica y latente que de repente se despertaba y se expandía por el cuerpo”. Esta sensación está narrada una, dos, doce veces pero nunca con el gesto deshonesto de explicarlo o de llenarlo de ideas, sino que siempre es algo que atraviesa los cuerpos. Qué don poder poner en palabras lo que atraviesa los cuerpos.  

Creo que la sabiduría está ahí, en el abordaje de las cosas que duelen, que nunca son cosas de otro mundo, inclusive las que podrían ser tragedias, como la muerte de alguien joven. Olivia no es sabia como alguien mayor, sino que es sabia como una escritora, de esta edad o de cualquiera. En los cuentos en los que las chicas narran a las niñas que fueron, estas nenas logran encontrar en el discurso de un adulto una metáfora involuntaria genial e interpretarla como un chiste, o escuchar a sus padres hablar de los “episodios” del amigo suicida y pensar en capítulos de una novela o una serie. Estas nenas también encuentran nuevos significados, están escribiendo en sus cabezas. 

La sabiduría también puede estar en su abordaje de la época, algo que para mí vuelve a este libro en fundacional de algo, en una puerta de apertura a otros libros que vendrán, una autora a la que admirar por sus coetáneos que, como pasa siempre, estamos mirando a los que vinieron antes. Sin hacer el esfuerzo de ser una voz de ninguna generación ni de llenar los cuentos de referencias, Olivia se enmarca en este contexto feminista al mostrarnos a estas mujeres que se reapropian de la noche. Lo hacen en taxis, en puentes, en colectivos, en boliches, en veredas, en telos. A la vez, exploran ese lugar tan confuso entre el sexo y la rutina, o la violencia y el amor. En “El susurrador de caballos”, por ejemplo: “La cercanía casi fraternal que teníamos había sido reemplazada por una distancia breve pero intensa, como las que toman los cowboys antes de dispararse en los westerns.”

En “Las chicas no lloran”, el último cuento del libro, el título viene de la peli que cuenta la vida de Brandon Teena, un chico trans que fue asesinado en Nebraska el último día de 1993. Ahí es un título un poco irónico: un mandato de la masculinidad le da su nombre a una película sobre alguien que trata de buscar su propia forma de ser un hombre; en Las chica no lloran, ¿qué hace de una chica, una chica? 

Bueno, no sé, me pregunto no más, pero sí sé que en el cuento final la protagonista por primera vez elige su destino. Es San Antonio de Areco. No es ni una quinta que conoce de toda la vida, ni el destino de vacaciones de su familia, ni los boliches elegidos por las amigas, ni la casa de un varón. No. Este lugar elegido se va armando a través de las fotos que Olivia describe llevando al extremo su obsesión por el pasado, los recuerdos y el paso del tiempo que atraviesa todo el libro y que acá convierten una experiencia reciente de la narradora en algo que ya fue y que ahora pasará a mejor vida en el universo de la nostalgia.  Capaz es el único cuento del libro en el que no es tan fácil delimitar el conflicto, contestar de qué se trata. Y está bien porque mi artificio favorito de los cuentos de Olivia es la sensación de que son parte de la vida, un recortecito de algo cotidiano pero bien observado, y en la vida pasa de todo, pero nunca nada destacado, nada que no esté mezclado con todo lo demás. En el fin de semana en Areco, la chica y el chico van a un karaoke, acarician animales y hacen de antropólogos en la Provincia de Buenos Aires. Pero además visitan un museo nombrado con el apellido materno de la autora. Es que al final, las chicas, desesperadas por salir de casa, siempre recorremos un camino propio pero nunca tan lejos.

 

Bienvenida poesía de lo que no se termina de decir

por Santiago Llach
Leído en la presentación de Las chicas no lloran, de Olivia Gallo

Las chicas no lloran, de Olivia Gallo, es un libro de cuentos sobre la audacia y el desgano de la juventud, sobre cuando se es inmortal y cuánto duele crecer, sobre las relaciones peligrosas, sobre la madre y el padre, la amistad y las metáforas del día y de la noche. Es un documento de la inteligencia sensible de la generación centennial.
Sus cuentos son epifánicos; revelan, no explican.
Siempre me sorprendió su madurez, como si fuera una anciana sabia en el cuerpo de una joven.
Casi como si contara el cansancio de vivir antes de haber vivido.
Los cuentos de Las chicas no lloran funcionan como una novela de iniciación.
La máquina narrativa se desata cuando una niña se hace adulta, cuando se desarrolla su aparato reproductivo.
Como dice Fabián Casas, toda técnica de escritura es también una técnica de supervivencia, una técnica para la vida.
La técnica de Olivia parece ser el desapego: una frialdad asesina para narrar lo que se desarma.
Y esas cuotas de sangre y de forma, de tortuosidad mental y epifanía, hacen tanto más emocionante lo que sus cuentos revelan.
El mundo para los personajes de Olivia parece un parque de diversiones, un lugar para crecer bajo la consigna del riesgo. Pero si eso fuera todo su posición poética sería la de una francotiradora, la de una provocadora, y estos cuentos son pepitas de poesía, lírica eléctrica, alucinación serena.
Son poemas en prosa sobre el drama de entenderlo todo antes de tiempo. Incluso, sobre el drama de entender cómo se escribe, de que vivir es leer situaciones, ejercer un canibalismo sobre los hechos del mundo para obtener el destilado de los caramelos ácidos, de las placas de metal donde grabar el nombre, de una malla azul eléctrico con detalles naranjas y verdes, correlatos objetivos de las contradicciones emocionales a las que lleva habitar este mundo.
Olivia se inclina sobre el material caliente de la realidad para sacarle poesía.
Su desapego es el de una excavadora romántica.
A un personaje del cuento “La primera letra” le cuesta escribir la primera letra de su nombre. Quizás esa es una postulación de la autora sobre su propia poética: la clave secreta de su ficción se relaciona con la dificultad para nombrar, con la falta. El origen de la literatura es la falta.
El libro arranca sí con una provocación: “Por qué mierda no me puedo divertir todo el tiempo”, dice en el epígrafe Kate Moss, y hace eco con el título del libro (que cita a dos canciones icónicas de una generación anterior a la de Olivia, las de The Cure y Cindy Lauper); Las chicas no lloran está dedicado a la madre, y Kate Moss habla también de su madre. Olivia crea ahí un diálogo entre mujeres, disonante y reverberante. Como dice nuestra amiga Magalí, esta es la era de las mujeres y sobre esa ola, esa experiencia, ese movimiento se monta este libro, un coming of age brutalista y tierno, expresionista y revelador, que se juega, como toda buena literatura, tanto sobre lo que dice como sobre lo que calla.
Es en algún sentido también un libro sobre la adolescencia, esa época de la vida en la que queremos con la misma intensidad morir y vivir.
Son cuentos que terminan antes de terminar, que suspenden la escena, como un golpe que nos deja mudos. El material de la revelación queda trunco, las metáforas quedan truncas: bienvenida poesía de los que no se termina de decir.
Melancolía es el nombre elegante de la tristeza que da esta conciencia poética de la falta, este juego con los límites. Olivia se asoma a la confusión, a lo que nos droga, lo que nos distrae y nos confunde, a la frontera donde las cosas dejan de tener nombre; sólo así puede nombrar.
Resume su herencia sin abstracciones, sin teoría, con los detalles terrenos, los paisajes urbanos y costeros donde se hace adulta: hace poesía con materiales poco poéticos.
Padres culposos deshechos sobre la mesa de la cocina y una amiga que le acaricia los pómulos mientras la protagonista vomita: las amigas consuelan cuando nos asomamos a ese mundo que es a la vez hostil y divertido, cuando se produce el estallido hormonal de las identidades posibles.
Cuando uno es joven hace grandes anuncios para inventarse, inventa el advenimiento de nuevas eras. Olivia no: parece mirar las cosas desde este lado de las nuevas olas, con las antenas sabias del paso flagrante del tiempo.
Los cuentos de Olivia son lo nuevo porque saben que no lo son.

¡Gracias por acompañarnos en la Feria del Libro de Buenos Aires 2019!

Este año nos ganamos un stand en el Nuevo Barrio junto a las editoriales Marciana, Excursiones y Notanpüan bajo el nombre de CÓCTEL, Editoriales Amigas Unidas. Fue una experiencia inolvidable. Desde la editorial organizamos una firma de autoras con Magalí Etchebarne, Melina Dorfman y Adriana Riva y entre todos cerramos con un brindis y lectura en Zona Futuro donde tocó Mariano Di Cesare, que nos acompaña desde el comienzo.

¡Gracias a todos los que pasaron a brindar con nosotros y compraron nuestros libros en este momento de crisis!

Gracias a Julián Villagra por el diseño de nuestro stand y las mejores fotos que aparecen en este posteo.

Google Alerts: Tenemos las Máquinas

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