La presentación tuvo una puesta teatral planeada por la propia Cynthia. Abrió la noche un video que hizo María Aramburú con las fotos del libro y la voz en off de la autora. Al finalizar, subió al escenario Alejandra Zina a leer su texto, Hernán Ronsino después hizo lo mismo, y para terminar, de forma alternada, diferentes personas se pararon a leer fragmentos del libro desde las butacas blancas del anfiteatro en una sala prácticamente llena. La noche siguió en La Gran Taberna con tortilla, rabas y vino… ¡Fue hermoso!
La vuelta al perro, por Alejandra Zina
Hace unos meses le escribí a Cynthia en plan agente de viajes para que nos recomendara algunos pueblos donde ir a pasar un fin de semana, como no tenemos auto tenía que ser un lugar donde pudiésemos llegar en micro o en combi. Generosa, me contestó con un mail lleno de sugerencias. Terminamos yendo ahí adonde viven ella y María. En un gesto de nobleza, Cynthia nos dijo que el mejor lugar para alojarnos era la posada de unos vecinos con los que mantenían un litigio, así que por ninguna razón debían enterarse que las conocíamos. La noche que quedamos en cenar con ellas, llenamos la heladera de la posada con varias botellas de vino y un pack de cervezas y les inventamos una historia sobre unos amigos que nos pasarían a buscar por la ruta para llevarnos al pueblo vecino. Pero los dueños ni se mosquearon, yo creo que por ellos podíamos emborracharnos solos en la habitación y amanecer pastando con las vacas con tal de que le elogiáramos el servicio, cosa que también hicimos.
Sepan disculpar este desliz autorreferencial. Cynthia y María, no se preocupen que este texto no se va a publicar. Lo que quería decir es que pocas veces sucede que el libro que estamos leyendo y que vamos a presentar transcurra en un escenario que acabamos de conocer. Mientras leía La vuelta al perro no podía dejar de imaginar la maleza de ese jardín que después conocí hecho huerta, ni la casa en construcción que un día quedó bellamente terminada con sus ambientes renovados y la salamandra recién instalada. Desde la ventana del escritorio de Cynthia se puede ver el jardín-huerta y los jardines de las casas vecinas y un poco más allá, la profundidad de un pueblo de apenas tres calles. Lo primero que pensé, mientras admiraba la vista, es qué difícil escribir con esa ventana. Cómo resistir a la tentación de mirar a través de ella sabiendo que eso significa no-escribir. El gran dilema: vivir o escribir. Creo que la narradora (y su compañera carpintera) no tuvieron opción, para salir adelante en ese pequeño pueblo tuvieron que aprender los oficios para entender por qué no salía agua del pozo o por qué se llovía la pared del cuarto, conocer de árboles venenosos y de yuyos sanadores, hacerse valiente manejando una motoneta entre acoplados, saber con quienes se podía contar y con quienes no, o dónde comprar los mejores huevos orgánicos. Sobrevivir en ese lugar donde se habían instalado, con su lógica de socorro y corrupciones, como la ruta poceada por la que se paga un mantenimiento fraudulento. Levantarse cada día con un miedo nuevo: el ataque de perros guardianes, la vuelta de noche por un camino a campo traviesa, el vecino loco que anda a los escopetazos en plena calle.
Después sí, escribir.
Apropiarse de ese mundo vegetal de palabras vibrantes donde habitan espinos de fuego, arbustos ardientes, dichondras y limpiatubos, y de un mundo animal inexplicable donde los insectos se suicidan en la pelopincho.
Me preguntaba por las fotos fuera de foco de María Aramburú. Fotos donde se escapa la precisión, la nitidez, el sentido de representación. Las fotos de María no ilustran los relatos de Cynthia, pero sí forman parte de ese mundo de palabras que no se puede permitir ser impreciso ni desenfocado. Sus fotos transmiten extrañeza, miopía, perturbación, transformando el paisaje rural en un paisaje onírico o pesadillesco. Las cosas se parecen a algo que no podemos confirmar. Una puesta de sol de un día nublado, un árbol pero no sabemos cuál, un silo ¿o será un tanque de agua? Los contornos no están claros, son siluetas aproximadas, manchones, claroscuros borrosos. María, fotógrafa y carpintera llena de soluciones, mira lo que la rodea como si se hubiese olvidado los anteojos en la mesa de luz y caminara a tientas.
En los pueblos, los domingos de tardecita los chicos y los grandes salen a dar vueltas por la calle o la plaza principal para matar el tiempo. La muchachada, también para echarse el ojo. En el momento más duro de la cuarentena en las ciudades, “dar la vuelta al perro” tenía un sentido literal, la mejor coartada para salir del encierro. Una amiga que vive en Barcelona me contó que en España la gente alquilaba perros para poder salir de sus casas sin ser multada. En este pueblo bonaerense la cuarentena no fue mucho menos vigilada. Hubo delaciones, vallado y expulsiones. La excusa de pasear a los perros no funciona en los pueblos. Pero sí la de pasearse a uno mismo.
“Dar la vuelta al perro por el pueblo me aburre y aún no descubro los caminos interiores que me darán alas”, dice la narradora de este libro precioso. Pero a lo largo del tiempo y las páginas vamos viendo que no solo en los caminos interiores le van a crecer alas, también en esos paseos rutinarios, aparentemente gratuitos y desinteresados. A veces las cosas se invierten y miramos por la ventana, o salimos de casa, para encontrar qué escribir. El paseo entonces como un trampolín para volver a la escritura. El paseo como una meditación. Pero también andar distraídos, abiertos a lo imprevisto. Correr el riesgo de perdernos y tener que buscar otros caminos para regresar. Y en ese regreso de la narradora, los modos de decir pueblerinos se entreveran con el tú y las expresiones sonoras del otro lado de la cordillera: suelta la pepa, trenzarse a combos, la rucia, impajaritablemente (qué palabra tan involuntariamente campestre).
El mediodía antes de volvernos a capital, Cynthia reservó para almorzar en Villa Ruiz, un pueblo cercano. Era un restaurante muy lindo que se llamaba Magnolia. En este viaje me di cuenta de cuántos lugares con ese nombre se desparraman por la pampa bonaerense. Llegamos puntuales y nos acomodaron en una mesa (la única libre, la nuestra), mientras mirábamos el menú volvió la moza con cara de circunstancia para decirnos que no había ninguna reserva a nuestro nombre. ¿Cómo puede ser? Yo estaba presente cuando Cynthia lo hacía en su celular… La moza fue y vino incómoda, desde las otras mesas nos miraban con esa autosuficiencia del que tiene la comida resuelta, ¿adónde había ido a parar nuestra reserva fantasma? Finalmente lo supimos, a un restaurante que también se llamaba Magnolia pero que quedaba en Chile. Con hambre y humillación tuvimos que buscarnos otro lugar.
Se me ocurre que esta confusión (o superposición) de restaurantes, el Magnolia de Villa Ruiz y el Magnolia chileno, podría ser una especie de fábula sin moraleja sobre la escritura de La vuelta al perro, donde se superponen países y lenguas (las variaciones del castellano, el hebreo), recuerdos de infancia y juventud, libros leídos y libros escritos, la naturaleza salvaje y la domesticada, la vida de ciudad y de provincia, historias sagradas y profanas; todas esas cosas que, sí, caben en un paseo.
Una relectura para inventar, por Hernán Ronsino
Unos meses antes de comenzar la pandemia me llegó un libro de un autor que desconocía. El libro contaba en modo de crónica, de diario de viaje la historia de un hombre que se iba a vivir durante seis meses a una cabaña junto al lago Baikal, en Siberia. Iba a pasar desde el invierno hasta la llegada del verano allí. Solo, con algunos libros y algunas botellas que lo acompañarían. La experiencia de Sylvain Tesson, el escritor y aventurero francés, me interesó muchísimo por la forma de pensar la relación con la naturaleza, por la forma de pensar la idea del viaje y del confinamiento. El viaje lo hizo en 2010. El libro se llama La vida simple.
Hay algo que dice Tesson en ese libro que lo pienso en estrecha relación con La vuelta al perro de Cynthia Rimsky. Tesson recorrió el mundo en moto, subió al Himalaya, escaló catedrales, se cayó y (para decirlo en chileno) se sacó la cresta. Ahora en esta vivencia en Siberia después de tanto explorar el mundo propone viajar pero quedándose quieto. Es decir, explorar la aventura del arraigo.
Todos conocemos la obra de Cynthia que tiene al viaje como gran tema, el cruce entre crónica y ficción. En su libro anterior, La revolución a dedo, hace allí la reconstrucción de un viaje. A partir del recuerdo y de testimonios vuelve a un viaje de los ochenta a Nicaragua, un viaje atravesado por una revolución posible. La revolución a dedo me parece un gran antecedente de La vuelta al perro: porque En la revolución a dedo se evoca y reconstruye un viaje vivido.
La vuelta al perro es, entonces, siguiendo la idea de Tesson, la exploración de un arraigo posible. Un terreno en el medio de la pampa, un viaje sin moverse tan lejos. Descubriendo el universo en los detalles, en la inmensidad de los hormigueros que se camuflan entre las hojas secas. La complejidad de las bombas de agua y las napas, esa figura mitológica que se nombra y no se ve y que solo tenemos referencias por la llegada a veces del agua.
Cynthia cuenta esta aventura del arraigo en un contexto de pandemia y aislamiento. Allí se despliega una fauna pueblerina notable: los vecinos, el campo de Machi, las gitanas, el escritor frustrado, el sodero. Pero además se despliega un paisaje que insiste en ser nombrado: el camino de tierra, las calles, el avance del monocultivo, el negocio del loteo. Viajar de noche en moto por un camino rural. Los bichos, sapos, pájaros. Y los fantasmas de la pampa, inevitables.
Pero también en este libro hay, entrelazado con las fotos difuminadas de María Aramburu, una reflexión constante sobre el proceso de escritura, sobre la manera en que mira una autora y sobre sus condiciones de producción. En el capítulo final, que me parece una pieza bellísima, se cuenta la espera de una tormenta y la historia de esa tormenta. Para llegar a una idea en el cierre del libro que condensa, creo, una propuesta estética de Cynthia. Dice: “Lo que distingue esta tormenta de las demás es que existe la posibilidad de repensar la pregunta por la historia que se va a contar”.
En el verano que pasó, apareció en la revista Santiago una nota de Cynthia sobre Aira. Es un viaje en verdad, literario y real, hacia el almacén el Ombú. Hay un momento de la nota que me interesa citar: “Desde que compré la moto y descubrí la existencia de estos caminos interiores que difícilmente aparecen en los mapas, vengo preguntándome por la libertad con la que Aira inventa a los y las mapuches, al ejército, a los funcionarios del estado, a los inmigrantes, a los viajeros europeos que vinieron a construir el tren o a estudiar la naturaleza en los siglos XVIII y XIX”.
La pampa aparece así como un laberinto de caminos desconocidos, llenos de posibilidades. “Hay días donde necesito ir más lejos”, escribe Cynthia. La pampa como un reflejo, no del mar, sino de la imaginación. La posibilidad de repensar las preguntas por la historia que se va a contar. O como concluye en el artículo de la revista Santiago: hacer una relectura para inventar. Esa propuesta, hacer una relectura para inventar, ruge con fuerza en este hermoso libro, como ruge el motor Villa, insistente, buscando agua.