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03/04/2022 PRESENTACIÓN DE FLORA Y FAUNA, DE LETICIA RIVAS

Flora y fauna, por Magalí Etchebarne

El viernes a la noche mi hermana me llamó por teléfono para llorar. Me di cuenta por la voz y por cómo quería pasar rápido del cómo estás cómo estás para ir de lleno a su tema. Pero le dije, yo también estoy mal, yo también quiero llorar, entonces empezamos a pelear porque desde que nuestros padres no están, ella acapara los dramas. La discusión nos llevó a no llorar y por lo tanto a cambiar de tema, a olvidarnos de por qué queríamos llorar, a reírnos y después a cortar: chau, mañana hablamos, acordate de borrar esa foto en la que parezco un mono. 

Supongo que eso, el drama un poco envuelto en comedia, o mejor, la comedia esperando muy cerca del drama, y al revés, es la forma en la que solemos vivir, pases en la coreografía que hacemos todo el tiempo —en la vida, en la conversación— y que cuando esto se da en el arte, especialmente en la literatura que es lo que hoy nos convoca, cuando la literatura abraza esta paradoja de opuestos que conviven, esos límites imprecisos entre la comedia y la tragedia, uno siente como lectora, como lector, que está frente a algo grande, ¿una respuesta? Quizás la certeza de que nada tiene demasiado sentido, que para llegar a la belleza hay que lastimarse bastante, y que más temprano o más tarde se va a tratar de hacernos sonreír en el abismo, leer revistas en la tempestad.

Uno podría decir que en este libro de Leticia Rivas esos límites entre lo que es gracioso y lo que es triste, entre personajes que se sienten solos o en complicidad con otra, la adrenalina de conocer a alguien y el desencanto mortal, son difusos. Aunque hay todavía algo más superador en este libro y es que esta fuerza de opuestos que se complementan aparece resplandeciente hecha carne en la figura de las mellizas: centro caliente que late en casi todos los cuentos. 

Estas hermanas oraculares, sensibles y elocuentes, síntesis de una tradición literaria que ha puesto siempre a la figura de las hermanas como raras entidades temerarias, —pienso en la figura del doble, pero también en el peligro de la hermandad entre mujeres, ¿qué pueden muchas mujeres juntas, unidas, haciendo correr un rumor?, ¿qué peligro vivo representan agarrándose entre ellas?— aparecen en estos cuentos diferentes etapas de su vida y se amalgaman, se funden o se distancian.  

Hay un epígrafe al comienzo, unos versos de un poema de Daiana Henderson que dicen «Quisiera preguntarte si es que olfateabas ciertas tragedias, o simplemente las esperabas», que me indicó leer este libro en esa clave: las hermanas como oráculos, la escritura como premonición, y a hacerme todo el tiempo esa pregunta que también se hacen estos cuentos: ¿qué es ser melliza? Pero también ¿qué es ser hermanas? 

¿Qué es ese vínculo financiado a veces por la sangre o la crianza, por la infancia en común? ¿Qué es esa amistad viscosa?, ¿quién es esa otra que está tan cerca de una, tan adentro del corazón, y que el tiempo vuelve cada vez más rara, más necesaria, tan incomprensible? ¿Qué y quién es esa extraña conocida? Fuente de envidia, de diversión, de consuelo, ídola, enemiga. 

En la literatura, en general, las peleas entre hermanos varones desatan la tragedia. Son separados a la fuerza y eso desencadena guerras y castigos. Se complotan para matar al padre. Pero en la literatura sobre hermanas uno lee una comunión en la desgracia, la ronda de chismes, la canción de los rumores que mueven montañas, y el peligro es que esa hermandad enceguece a las mujeres, como las bacantes que se vuelven locas de frenesí y son capaces de matar al hijo. La literatura escrita por hombres, me atrevo a decir, ve en la hermandad entre mujeres una fiesta desvariada, que se torna peligrosa en el uso de la palabra y en el poder que conlleva. Mientras que los hermanos varones lo resuelven con violencia física, las mujeres se las tienen que ver en la guerra del lenguaje. 

En Flora y fauna, las hermanas se acompañan se funden entre sí, se mezclan, se «aturden», señala bien Falco en la contratapa. En “Bosque de mellizas”, Elisa y Pamela van a una fiesta extravagante e inquietante en Puerto Madero, una fiesta de dobles. La consigna es poco convencional, pero tienen que ir vestidas iguales. «Vamos a tener que estar toda la noche así, no quiero mostrar los brazos», le dice Elisa a Pamela en una frase que confunde el cuerpo propio con el de la otra. 

En «Paraná» las hermanas huelen el derrumbe y bañan a una abuela que ahora usa pañales, la sacan de su casa para siempre en silencio y evitando las preguntas; cogen con tipos (como en «Startac») y se meten en relaciones, cito, «vaporosas y desangeladas», se consultan antes de ir a un telo, hablan y hablan antes de dormir, pierden tiempo, ganan poco, se escapan a África, se inseminan. 

El sexo aparece en besos babosos con olor a saliva, un perfume dulce y pringoso, un hombre que se frota improvisado y brusco. Y más adelante, en “Una oscuridad sutil”, el sexo reaparece como un camino de indicaciones, un esfuerzo: Elisa que baja en la parada indicada a la hora indicada y espera al costado de la autopista para que él la pase a buscar, ¿aparecerá? Y al final, aunque todo en esa noche avanzara, la certeza de que una amargura de plomo la va a atravesar.

Cuando terminé de leer este libro, le mandé un mensaje a Leticia en el que le dije que me había emocionado y también que el último cuento es un cuento que me hubiera gustado escribir. No es algo que dije por decir. Es trillado decir que la literatura pone en palabras lo que uno no conoce, o a lo que uno conoce, pero no reconoce, que la literatura extraña lo conocido; pero voy a caer en lo trillado: este cuento vino a ponerle palabras a un mazacote de emociones y sensaciones y de ideas que se arremolinaban sin poder ver la luz, y cuando uno lee y eso pasa, se agradece, decía un profesor que tuve. Uno levanta la vista de la página y sabe que está frente a un instante despegado del tiempo. 

El cuento se titula «Nube» y en él Elisa, una de las mellizas, va sola a una clínica de fertilidad asistida para iniciar una inseminación. ¿Qué tiene este cuento? Una idea central y potente, sentimientos dolorosos contados con una naturalidad increíble, una emoción muy compleja desarmada con talento en escenas notables. La idea de que la maternidad es, a veces, e irremediablemente a una edad y no a otra, no tanto una ilusión luminosa, sino algo más parecido a un sol tapado por nubes, una pregunta como un aguijón por el deseo y por la raíz del deseo, que la época responde con soluciones muy prácticas, una bolsa llena de cajas de jeringas y frasquitos envueltos en telgopor y hielo, dice, cápsulas nutricionales, estudios, pastillas para la estimulación, y un coro de moiras que invitan a que te visualices siempre empoderada. Si querés podés, le dicen las demás mujeres del grupo del que ahora forma parte, «atrapadas en una red que no aceptaba verlas vencidas». 

Pero dice también: «El problema no era si se podía elegir, (…) la naturaleza podía ser cruel, dejarla sola y arrepentida, como una vagabunda en la ruta. ¿Le gustaban los bebés? Para ser honesta, no le atraían demasiado». Al final, cuando Elisa espera que eso minúsculo en su útero sobreviva, le manda un mensaje a su hermana que está en África con la pregunta que parece ser la que más le importa: «¿Cuándo volvés?».

Una diría que este cuento toma ese eslogan tan en uso, que dice que es la época de nuestro cuerpo y de nuestras decisiones, que una elige, y tiene que elegir, y entonces Leticia lo retuerce, lo estruja y se pregunta con una ternura y una honestidad que desarma, y una incorrección sutil y necesaria: «Esa idea del deseo, ¿cómo darse cuenta?». 

Pienso que este cuento es un acierto fabuloso y un cierre perfecto para un libro que maneja los opuestos con maestría, con una destreza que parece decir, no me cuesta nada hacerte reír, ahora hacerte emocionar. Flora y fauna es un libro repleto de dobles, y es sobre todo una definición de la sororidad como solo una definición inteligente de la sororidad puede serlo, llena de lealtad y repleta de contradicciones. 

Flora y fauna, por Santiago Nader

«¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» contesta Caín. ¿Qué es un «guardián»? ¿Qué es un «hermano»? ¿Qué es una «hermana»? ¿Acaso somos nosotras guardianas de nuestras hermanas? ¿Qué pasa si nuestras hermanas resultaran, prácticamente, un reflejo absoluto y a la vez distorsionado, magnificado y desaforado de nuestro ser? ¿Qué tanto o tan poco importante resulta en mi vida que exista un sujeto en el mundo que es, en verdad, idéntico a mí y a la vez diametralmente opuesto? 

Una conclusión express que podríamos sacar de Flora y fauna si leyéramos tan solo sus primeras páginas es que este es un libro sobre el apego. Un libro que acaba en la idea común de: «No puedo vivir sin mi hermana», o «Mi hermana lo es todo». Pero, a tan solo unas pocas páginas de un primer cuento divertidísimo que prácticamente burla a la cultura estigmatizante de los mellizos como entes indivisibles o pluralidades interminables, nos damos cuenta de que este libro se trata, más bien, de todo lo contrario: este es un libro sobre la individuación. Este es un libro que traza el recorrido, sí, de dos hermanas (y de las personas que las rodean), pero el tratamiento narrativo que Leti le da a sus protagonistas es asignarles una existencia válida fuera del dúo, fuera del par. Con sutileza y con perspicacia, este libro sugiere que una melliza es un ser en sí mismo, una realidad en sí misma, un conjunto de decisiones en sí mismo, más allá de su hermana. 

De cualquier modo, aunque bien una es una y la otra es la otra, la melliza está ahí. La melliza pregunta, responde, comenta, acompaña, le escribe a la otra, le ayuda a la otra, le dice a la otra que haga o no haga, antagoniza a la otra, por qué no; está siempre flotando en un éter, y siempre se puede acudir a la hermana con solo dar vuelta los ojos cerrados, mirar las neuronas, bucear unos metros profundo en la mente. Y ahí, se aparece su voz. O su cara. Acompaña. En Flora y fauna, lo que comparten estas hermanas, por sobre todo, es un contexto: una familia, una manera de ser criadas, una batería de recuerdos y de experiencias. Pero cada una de ellas se relaciona con todo eso desde su sitio, desde su propia forma de ver. Estas hermanas no son iguales, pues dos personas no son iguales de ningún modo, en ningún planeta. 

Lo que sin dudas comparten es una línea del tiempo, una brújula: nos traen al mundo en el mismo momento y, ya sea que hagamos las cosas más juntas o menos, crecemos oyéndole el pulso a la otra. Sorteamos la familia, la escuela, el trabajo, la vida amorosa; nos hacemos adultas juntas. Y, aunque vivamos en solitario estas experiencias, vos estás para mí. Y yo estoy para vos. Existís en mi mundo, no voy a negarlo. Estás y, en principio, me gusta que estés. Aunque no te lo diga jamás: no hace falta decirlo, ¿verdad?  Lo sabemos. Lo más lindo de este libro es que los mapas vinculares que están grabados a flor de piel no son arquetípicos, ni obvios. Estos mapas vinculares se despliegan a medida que las páginas transcurren y las memorias e interacciones se van asentando, interconectando, contradiciendo. Estos mapas vinculares se entrecruzan mientras se narran experiencias, percepciones sobre cómo Elisa, Pamela o sus allegados habitan el mundo. 

Flora y fauna comienza con una cita que no podría pertenecer a otro libro más que a Claus y Lucas, de Agota Kristof. La escena que contiene esta frase es la siguiente: 

Es por la noche. Nuestros padres creen que dormimos. En la otra habitación, hablan de nosotros. 

Nuestra madre dice: 

—No soportarán estar separados. 

Nuestro padre dice: 

—Solo se separarán durante las horas de colegio. 

Nuestra madre dice: 

—No lo soportarán. 

—Pero hace falta. Es necesario para ellos. Todo el mundo lo dice. Los profesores, los psicólogos. Al principio les costará, pero luego se acostumbrarán. 

—No, nunca. Lo sé. Los conozco bien. Forman una sola persona. 

Nuestro padre levanta la voz. 

—Justamente, eso no es normal. 

Flora y fauna no es un libro sobre hermanas, únicamente. Este también es un libro sobre madres, sobre abuelas, sobre erotismo. Este también es un libro sobre chongos sensibles, noviecitos normales, varones imbéciles. Este es un libro sobre momentos que se parecen a una verdad, a una realidad, pero valen más, porque hay corrimiento. Porque Leticia, con mucha astucia, despliega varios procedimientos muy diferentes para decir que quien habita estas páginas no es ella, ni su melliza, sino una versión condimentada, tamizada, estacionada de la verdad. ¿A quién le importa la verdad? Lo acontecido es un puntapié, una excusa regia para bailar en la fiesta de máscaras que implica sondear la experiencia personal en el mundo y sublimarla en un cuento. 

Más allá de un universo riquísimo en personajes, acontecimientos y texturas, lo que provoca el placer en la lectura de este libro es la claridad con la que Leticia se comunica. La claridad con la que ella dispone el mundo que se propone narrar nos hace sentir que alguien nos tiene en cuenta. Y, en estos tiempos, que alguien nos piense mientras escribe y despliegue un relato con la intención de hacernos disfrutar del recorrido, de que acompañemos sus ficciones, se vuelve un mimo en nuestra experiencia como lectores.

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