14/09/2019: Presentación de LAS CHICAS NO LLORAN, de Olivia Gallo en Club Lucero

 

La sabiduría de una escritora

por Tamara Talesnik
Leído en la presentación de Las chicas no lloran, de Olivia Gallo

No sabía bien cómo se hace esto de presentar un libro así que pensé en copiarme de otrxs. Encontré el texto de la presentación de Un año sin amor, de Pablo Pérez, en el que Mariano Blatt dice que le toca presentar el libro en su calidad de coeditor, pero sobre todo en su calidad de puto. Bueno, creo que a mí me toca presentar Las chicas no lloran en mi calidad de compañera del taller de escritura, pero sobre todo en mi calidad de chica. De chica de la misma edad, más o menos misma clase social y que vive en la misma ciudad y época que Olivia Gallo. 

Coincidimos en el taller de Santiago en 2016 o 2017 en el grupo de los jueves a las 15. Como le escuché decir a otra compañera una vez, “qué celos como escribe Olivia”. Como toda persona virtuosa, da la sensación de que lo que hace es algo fácil, algo que podría hacer cualquiera, que es como hablar, pero quienes íbamos todas las semanas intentando lo mismo sabíamos que eso es mentira. Olivia desaparecía durante algún mes y después volvía con un cuento perfecto que empezaba y terminaba, que tenía metáforas que sin ser rebuscadas eran sólo suyas y con imágenes que sentí que las había visto en mi vida cotidiana pero nunca las había leído ni podido escribir. Me imaginaba que en ese tiempo de ausencia había salido a vivir, a recopilar experiencias. Escuché un par de veces a otros lectores referirse a sus cuentos como “maduros”, dándoles el valor de venir de alguien que escribe como si tuviera más años y bajo la fantasía de que es la edad lo que trae sabiduría. Yo creo que los cuentos de Las chicas no lloran tienen el valor de quien ha vivido estos años, los que llegan hasta los veintis, pero prestando un poco más de atención. 

En “Afrika”, el cuento inaugural, la narradora adelanta o rememora “nunca llegamos tan lejos” antes de subirse a un auto que parte de la quinta donde transcurrió su infancia. El chico que maneja le ofrece pasar los peajes sin destino, hacia una vida juntos en alguna playa, viviendo de ahorros y dejando atrás a su padre golpeador. La chica acepta ser la copiloto sin expectativas de nada. Las narradoras que se repiten en los doce cuentos salen a la vida aterrorizadas, aunque nunca paralizadas, y cansadas de antemano, desde la infancia, tal vez por el tiempo pesado y pegajoso de los campos de la abuela que están por venderse, de los destinos costeros que nunca se transforman y de la cercanía al zoológico en verano, cuando no hay ninguna ocupación más que el ocio, la cárcel de no tener ninguna obligación más que la de los vínculos con los chicos y las amigas. 
En “El lugar más seguro del mundo” la narradora hace una aclaración que un poco establece el código de lectura para lo que va a venir después, casi que contesta a la pregunta: “¿qué tipo de chica sos?”, dice: “Nunca fui una de esas chicas sin miedo. De esas que avanzan por la vida como si el mundo fuese un gran supermercado, lleno de ofertas accesibles y llamativas. Yo siempre tuve miedo. Siempre tuve vergüenza. Siempre fui demasiado consciente de las posibles fallas de cualquiera de mis movimientos”. El mecanismo de defensa desarrollado para palear el miedo en esta historia es convertirse en, cito, “una especie de anarquista emocional, una nihilista del sexo”. Así, en los cuentos que siguen, los varones van apareciendo: amigos con tensión sexual, novios, chongos, padres, padrastros. Frente a ellos, las narradoras están a la espera de que sanen o de que gusten de ellas hombres suicidas, chicos golpeados, hombres que tachan la primera letra de su nombre, viejos que se caen en el mar o que mascullan un insulto atados a una cama, y chicos que no lograron ser lo que habían soñado. Esto no es raro para nosotras, las chicas, que muchas veces somos las que cuidamos, las que estamos alrededor: acompañando en el encierro hasta que nos animamos a bajar del auto, corriéndole el pelo de la cara a amigas que vomitan, siendo enfermeras en geriátricos, viendo saltar a un hombre por la ventana, esperando que dejen a otras pero sin pedirlo, acompañando en un duelo, criando bebés en habitaciones adolescentes. Olivia pone a estas chicas, muchas testigos del dolor ajeno, en el centro de la escena, pero sin el subrayado innecesario de volverlas heroínas que lleven la acción hacia adelante, sino testigos-narradoras: lo único que llevan adelante es el relato de hechos que ya han quedado fuera de su control, como un auto manejado por un hombre herido por Av Libertador en “Heath Ledger”, como “una pared de hormonas efervescentes” en la pubertad de “El susurrador de caballos” o como el enamoramiento en “Toda la gente sola”. “El ciervo bebé que sentí adentro cuando lo vi por primera vez ahora creció: es grande y majestuoso, su cornamenta se bifurca y se estira hacia al cielo. Camina seguro y confiado por el bosque”, escribe Olivia.

Estas chicas van detrás de los que tienen el monopolio del dolor, mientras a ellas se le llenan los ojos de agua por un gatito que muere en un incendio o tratan de no llorar por un abuelo senil. 

Es que no, las chicas casi no lloran, pero igual creo que este es un libro sobre la angustia, que en “Caramelos ácidos de limón” toma la forma del “nudo horrible y hermoso de la nostalgia”, o que en “El lugar más seguro del mundo” viene con el bajón del md descrito como “una especie de tristeza prehistórica y latente que de repente se despertaba y se expandía por el cuerpo”. Esta sensación está narrada una, dos, doce veces pero nunca con el gesto deshonesto de explicarlo o de llenarlo de ideas, sino que siempre es algo que atraviesa los cuerpos. Qué don poder poner en palabras lo que atraviesa los cuerpos.  

Creo que la sabiduría está ahí, en el abordaje de las cosas que duelen, que nunca son cosas de otro mundo, inclusive las que podrían ser tragedias, como la muerte de alguien joven. Olivia no es sabia como alguien mayor, sino que es sabia como una escritora, de esta edad o de cualquiera. En los cuentos en los que las chicas narran a las niñas que fueron, estas nenas logran encontrar en el discurso de un adulto una metáfora involuntaria genial e interpretarla como un chiste, o escuchar a sus padres hablar de los “episodios” del amigo suicida y pensar en capítulos de una novela o una serie. Estas nenas también encuentran nuevos significados, están escribiendo en sus cabezas. 

La sabiduría también puede estar en su abordaje de la época, algo que para mí vuelve a este libro en fundacional de algo, en una puerta de apertura a otros libros que vendrán, una autora a la que admirar por sus coetáneos que, como pasa siempre, estamos mirando a los que vinieron antes. Sin hacer el esfuerzo de ser una voz de ninguna generación ni de llenar los cuentos de referencias, Olivia se enmarca en este contexto feminista al mostrarnos a estas mujeres que se reapropian de la noche. Lo hacen en taxis, en puentes, en colectivos, en boliches, en veredas, en telos. A la vez, exploran ese lugar tan confuso entre el sexo y la rutina, o la violencia y el amor. En “El susurrador de caballos”, por ejemplo: “La cercanía casi fraternal que teníamos había sido reemplazada por una distancia breve pero intensa, como las que toman los cowboys antes de dispararse en los westerns.”

En “Las chicas no lloran”, el último cuento del libro, el título viene de la peli que cuenta la vida de Brandon Teena, un chico trans que fue asesinado en Nebraska el último día de 1993. Ahí es un título un poco irónico: un mandato de la masculinidad le da su nombre a una película sobre alguien que trata de buscar su propia forma de ser un hombre; en Las chica no lloran, ¿qué hace de una chica, una chica? 

Bueno, no sé, me pregunto no más, pero sí sé que en el cuento final la protagonista por primera vez elige su destino. Es San Antonio de Areco. No es ni una quinta que conoce de toda la vida, ni el destino de vacaciones de su familia, ni los boliches elegidos por las amigas, ni la casa de un varón. No. Este lugar elegido se va armando a través de las fotos que Olivia describe llevando al extremo su obsesión por el pasado, los recuerdos y el paso del tiempo que atraviesa todo el libro y que acá convierten una experiencia reciente de la narradora en algo que ya fue y que ahora pasará a mejor vida en el universo de la nostalgia.  Capaz es el único cuento del libro en el que no es tan fácil delimitar el conflicto, contestar de qué se trata. Y está bien porque mi artificio favorito de los cuentos de Olivia es la sensación de que son parte de la vida, un recortecito de algo cotidiano pero bien observado, y en la vida pasa de todo, pero nunca nada destacado, nada que no esté mezclado con todo lo demás. En el fin de semana en Areco, la chica y el chico van a un karaoke, acarician animales y hacen de antropólogos en la Provincia de Buenos Aires. Pero además visitan un museo nombrado con el apellido materno de la autora. Es que al final, las chicas, desesperadas por salir de casa, siempre recorremos un camino propio pero nunca tan lejos.

 

Bienvenida poesía de lo que no se termina de decir

por Santiago Llach
Leído en la presentación de Las chicas no lloran, de Olivia Gallo

Las chicas no lloran, de Olivia Gallo, es un libro de cuentos sobre la audacia y el desgano de la juventud, sobre cuando se es inmortal y cuánto duele crecer, sobre las relaciones peligrosas, sobre la madre y el padre, la amistad y las metáforas del día y de la noche. Es un documento de la inteligencia sensible de la generación centennial.
Sus cuentos son epifánicos; revelan, no explican.
Siempre me sorprendió su madurez, como si fuera una anciana sabia en el cuerpo de una joven.
Casi como si contara el cansancio de vivir antes de haber vivido.
Los cuentos de Las chicas no lloran funcionan como una novela de iniciación.
La máquina narrativa se desata cuando una niña se hace adulta, cuando se desarrolla su aparato reproductivo.
Como dice Fabián Casas, toda técnica de escritura es también una técnica de supervivencia, una técnica para la vida.
La técnica de Olivia parece ser el desapego: una frialdad asesina para narrar lo que se desarma.
Y esas cuotas de sangre y de forma, de tortuosidad mental y epifanía, hacen tanto más emocionante lo que sus cuentos revelan.
El mundo para los personajes de Olivia parece un parque de diversiones, un lugar para crecer bajo la consigna del riesgo. Pero si eso fuera todo su posición poética sería la de una francotiradora, la de una provocadora, y estos cuentos son pepitas de poesía, lírica eléctrica, alucinación serena.
Son poemas en prosa sobre el drama de entenderlo todo antes de tiempo. Incluso, sobre el drama de entender cómo se escribe, de que vivir es leer situaciones, ejercer un canibalismo sobre los hechos del mundo para obtener el destilado de los caramelos ácidos, de las placas de metal donde grabar el nombre, de una malla azul eléctrico con detalles naranjas y verdes, correlatos objetivos de las contradicciones emocionales a las que lleva habitar este mundo.
Olivia se inclina sobre el material caliente de la realidad para sacarle poesía.
Su desapego es el de una excavadora romántica.
A un personaje del cuento “La primera letra” le cuesta escribir la primera letra de su nombre. Quizás esa es una postulación de la autora sobre su propia poética: la clave secreta de su ficción se relaciona con la dificultad para nombrar, con la falta. El origen de la literatura es la falta.
El libro arranca sí con una provocación: “Por qué mierda no me puedo divertir todo el tiempo”, dice en el epígrafe Kate Moss, y hace eco con el título del libro (que cita a dos canciones icónicas de una generación anterior a la de Olivia, las de The Cure y Cindy Lauper); Las chicas no lloran está dedicado a la madre, y Kate Moss habla también de su madre. Olivia crea ahí un diálogo entre mujeres, disonante y reverberante. Como dice nuestra amiga Magalí, esta es la era de las mujeres y sobre esa ola, esa experiencia, ese movimiento se monta este libro, un coming of age brutalista y tierno, expresionista y revelador, que se juega, como toda buena literatura, tanto sobre lo que dice como sobre lo que calla.
Es en algún sentido también un libro sobre la adolescencia, esa época de la vida en la que queremos con la misma intensidad morir y vivir.
Son cuentos que terminan antes de terminar, que suspenden la escena, como un golpe que nos deja mudos. El material de la revelación queda trunco, las metáforas quedan truncas: bienvenida poesía de los que no se termina de decir.
Melancolía es el nombre elegante de la tristeza que da esta conciencia poética de la falta, este juego con los límites. Olivia se asoma a la confusión, a lo que nos droga, lo que nos distrae y nos confunde, a la frontera donde las cosas dejan de tener nombre; sólo así puede nombrar.
Resume su herencia sin abstracciones, sin teoría, con los detalles terrenos, los paisajes urbanos y costeros donde se hace adulta: hace poesía con materiales poco poéticos.
Padres culposos deshechos sobre la mesa de la cocina y una amiga que le acaricia los pómulos mientras la protagonista vomita: las amigas consuelan cuando nos asomamos a ese mundo que es a la vez hostil y divertido, cuando se produce el estallido hormonal de las identidades posibles.
Cuando uno es joven hace grandes anuncios para inventarse, inventa el advenimiento de nuevas eras. Olivia no: parece mirar las cosas desde este lado de las nuevas olas, con las antenas sabias del paso flagrante del tiempo.
Los cuentos de Olivia son lo nuevo porque saben que no lo son.

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