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09/10/21: Merienda íntima para celebrar la salida de La luz y la montaña

¿Por qué tanto ensañamiento?

Por Leticia Frenkel

Hay muchas razones por las que la novela de Soledad es tremendamente “actual” dentro de la narrativa contemporánea. Por un lado, están los temas: la maternidad y el interés por conectarnos con experiencias menos racionales, menos capitalistas (se me viene Carrére, por ejemplo, que acaba de editar Yoga). Por otro, el género: la escritura de un diario, de la literatura del yo y “la intimidad como espectáculo”, como dice Paula Sibilia, que tanto interés sigue despertando y también, increíblemente aún, controversias.

El otro día presencié una charla en la FED muy interesante entre Sole, Betina Gonzalez y Leila Sucari, cuyo tema, era, justamente la escritura de ficción y no ficción. La escuchaba a Sole tener que justificar que lo suyo es una novela y por ende no tiene menos valor que un relato “completamente inventado”, y se me revolvía el estómago. ¿Qué es esto de estar justificando si lo que escribí me llevó más tiempo o esfuerzo? ¿Acaso hay un termómetro para medir cuánto valor tiene la experiencia real o la inventada? Ayer leía a un amigo en Facebook recomendando un libro sobre una experiencia autobiográfica, y decía algo así como: “Lean ese libro y abandonen para siempre la autoficción”. ¿Por qué tanto ensañamiento? ¿Y, sobre todo, por qué me decís lo que tengo que hacer? En fin…

Pero más allá de estos chiquitajes, es interesante cómo esta literatura que toma inexorablemente el narcisismo propio de nuestra época (y de nuevo me vuelvo a acordar de Sole diciendo que Apegos feroces de Vivian Gornick, por ejemplo, es una novela autobiográfica escrita en 1987, no ayer ni el año pasado). Como decía, esta literatura tan “i me mine”, va a contramano de lo que propone La luz y la montaña, porque con la meditación lo que se busca es justamente “disolver el yo”, apagar un poco la ansiedad, la neurosis, la alienación, y el exceso de egocentrismo que nos llega como rayos fulminantes a través de Twitter o Instagram.

Por otro lado, el género “diario íntimo” parece ser el más natural para lo que busca contar porque, al igual que la práctica meditativa, escribir un diario implica una constancia, un trabajo de todos los días, como levantarse y sentarse sobre un zafu en silencio. Aunque hable de algo tan específico como la meditación, con palabras en sánscrito como atma vichara, ashram, y hasta algunas impronunciables como Tiruvannamalai, la novela consigue una calidez y una intimidad muy fuertemente vinculadas a cómo la narradora ahonda en lo cotidiano, en el devenir de los días que es, en definitiva, la vida misma.

Además, este mundo tan otro, tan particular como lo es el acto de meditar, “una práctica en la que aprendemos a convivir con nuestro ser” (¡a ver si los “pro mundos de pura ficción” pueden siquiera inventar algo parecido!), está conectado con preguntas y sensaciones que todos tenemos, meditemos o no. Confieso que soy una outsider. Siempre tuve ganas de interiorizarme en el mundo de la meditación, pero hasta ahora, a lo máximo que llegué en mi camino esotérico, es a hacerme la carta natal y la revolución solar. Cada vez que voy a lo de Corina, mi astróloga, me dice que, por mi ascendente en acuario me tendría que conectar con mi lado metafísico y espiritual, y que meditar sería lo ideal para mí ¡Increíble, ya estoy hablando de mí! Qué horror.

En ese sentido, hace poco leí un libro que me voló la cabeza que se llama Biografía del silencio, de Pablo D´Ors, y que Sole cita, por supuesto, en La luz y la montaña. En un momento dice lo siguiente: “Como muchos de mis contemporáneos, estaba convencido de que cuantas más experiencias tuviera y cuanto más intensas fueran, más pronto y mejor llegaría a ser una persona en plenitud. Hoy sé que no es así: la cantidad de experiencias solo sirve para aturdimos. No creo que el hombre esté hecho para la cantidad, sino para la calidad. Gracias a esa iniciación a la realidad que he descubierto con la meditación, supe que los peces de colores que hay en el fondo de ese océano que es la conciencia, solo pueden distinguirse cuando el mar está en calma, y no durante el oleaje y la tempestad de las experiencias. Y supe también que, cuando ese mar está en una calma aún mayor, ya no se distinguen ni los peces, sino solo el agua, el agua sin más”. (Leo esto y me dan ganas de ponerme a meditar ahora mismo, ¿a ustedes no?)

Pero casi al principio del libro, Pablo D´Ors dice otra cosita muy interesante: “Durante los primeros meses meditaba mal, muy mal; tener la espalda recta y las rodillas dobladas no me resultaba nada fácil y, por si esto fuera poco, respiraba con cierta agitación (…) Sin embargo, había algo muy poderoso que tiraba de mí: la intuición de que el camino de la meditación silenciosa me conduciría al encuentro conmigo mismo tanto o más que la literatura, a la que siempre he sido muy aficionado”. Puede que sea así. De nuevo el termómetro que mide y compara: realmente no sé si meditando tenemos más chances de conocernos que a través de la literatura. En el libro de Soledad, las citas de libros sobre espiritualidad se alternan con fragmentos de poemas de Sylvia Plath, Simone Weil y Adrienne Rich. Y entre ambos lenguajes, se construye el sentido o, mejor, el sinsentido en esta búsqueda acerca de quiénes somos y qué deseamos.

Por esto, y para ir cerrando, es fundamental hablar un poco de la escritura de la novela. La luz y la montaña logra un doble movimiento: por un lado, una voz lúcida, profunda y crítica, pero también vulnerable, conmovedora y liviana –como si estuviera levitando–, que nos va metiendo en ese mundo de sierras, arroyos y comidas naturales, al mismo tiempo que va desparramando de una manera sencilla y natural, como si arrojara semillas en la tierra, algunas preguntas ontológicas, existenciales, que nos atraviesan por el cuerpo como nuestra columna vertebral: “¿Hay algo de escape en la necesidad de sentarse todos los días en silencio, con los ojos cerrados e inmóvil?” ¿Está mal escaparse? “¿Por qué me cuesta tanto volverme simple? “¿Qué es vivir de verdad?”.

Pero además, hay otra pregunta crucial que recorre toda la novela: “¿Por qué aparece el conflicto entre ser madre y la espiritualidad?”, se pregunta ella, mientras cuenta que su momento para meditar es a la mañana, justo antes de que se despierte su hija Aurora (Sole dice que “hasta se volvió experta en calcular a qué hora iba a despertarse para poder poner una alarma 40 minutos antes”). Cada una podrá responderlo con su propio “issue”: “¿Por qué el conflicto entre ser madre y… puntitos suspensivos? La novela también habilita el problema de “ser madre y escritora”, y enseguida resuenan los ecos, entre muchas otras, de Natalia Ginzburg y de Jane Lazarre. Con mucha gracia, Soledad parece decirnos: ser madre es acostumbrarse a modos de ser que constantemente se ven interrumpidos. Porque, ¡qué más trunco que estar meditando y que nuestra hija se nos cuelgue como un monito o nos pida un plato de granola!

Justamente, le contaba a Sole por Whatsapp mientras leía su libro hace unos meses, que muchas parte las leí en la terraza de mi casa, mientras jugaba con mi hija Julia (escribir es toda una proeza. Pero hasta leer tranquilas a veces se convierte en una aventura exótica, ni hablar si estamos en pandemia). Como ella es amiga de Aurora, le leía en voz alta los diálogos que tenían Sole con Auro y luego los charlábamos. A Juli la maravillaba escuchar que su amiga estaba en un libro. Y también le encantaba oír escenas en lugares que ella misma conoce y adora, como la casa de su amiga o las excursiones al arroyo, donde la madre se preocupa porque piensa que su hija se comunica con las piedras y las plantas, o cuando le pregunta cosas que a mi hija también le interesan bastante y que en general no sé cómo contestar: “¿Por qué hay gente en el planeta” ¿los seres humanos también se mueren?, ¿cómo llegan los bebés a la panza? ¿Quién nos inventó? Frente a esto, Aurora inmediatamente responde: “Para mí un señor inventó a los animales y una señora inventó a las plantas”. ¡ Abanderados de la pura ficción, a ver si pueden superar algo así!

Editar a y con Soledad

Por Julieta Mortati

A Sole la conocí en el taller de Santiago Llach hace casi diez años. La recuerdo leyendo un texto que después publicaría en Mamá India hundida en el sillón de ese living de luz cálida de la calle Talcahuano. En ese momento, Tenemos las Máquinas todavía no existía ni en los pensamientos. Como Sole, yo también acababa de volver de viaje. Estaba sin amor, sin trabajo y sin rumbo. Recuerdo que sus palabras me interpelaban y al mismo tiempo me conmovían del modo en que la prosa de Sole me sigue conmoviendo hasta el día de hoy: sin aviso. 

Unos años después me dijo que había juntado el material que había estado escribiendo todo ese tiempo y que le parecía que tenía algo. Hacía tres años había fundado la editorial y su texto cuajó perfecto con lo que buscaba: textos que no diera lo mismo que existieran o no, ni para mí, ni para la autora y esperaba para quienes lo leyeran tampoco. Ni bien me lo mandó lo leí de un tirón y al terminarlo la decisión de publicarlo fue inmediata. El título Mamá India vino con el manuscrito o no demoró en llegar, la edición tomó algunos encuentros en el que fuimos puliendo el texto en el Word y también en el PDF. Me acuerdo de una tarde que nos sentamos juntas en la oficina a la calle que había instalado en el local de la imprenta de mis padres. Se escuchaba el ruido de los camiones que pasaban por la avenida Independencia y se sentía el olor del smock. Sin embargo nos pusimos de acuerdo muy rápido. Después Ana Carucci la dibujó con su trenza larga, al retrato no hubo que hacerle casi ningún retoque y a los pocos meses Mamá India estaba en librerías. Lo presentamos primero en Buenos Aires, leyeron Damián Tullio y Cecilia Fanti y como cierre hubo un baile hindú en el que al final la bailarina le regalaba una flor para desearle buenos augurios. A los meses viajamos a su pueblo, General Deheza en Córdoba y su profesora de literatura del secundario la presentó en el salón de la Cultura del pueblo, estaba lleno, hubo fotos con el intendente, baile y cosas ricas. Nunca antes había vendido tantos libros juntos.

La luz y la montaña se gestó en un contexto completamente diferente. Un verano Sole y Santi se fueron de vacaciones a Traslasierra por quince días. Quince días después de volver, dejaron su casa de Buenos Aires y se fueron a vivir allá. Me acuerdo de los mensajes de whatsapp de ese primer año y los momentos duros de la adaptación. Al verano siguiente fuimos a pasar las vacaciones con ellos. Sole nos consiguió una casa en la que desde la ventana de la habitación veíamos caballos comer pasto y mientras de un lado se ponía el sol, del otro la montaña se volvía rosada. Nos quedamos un mes y todas las semanas nos juntábamos a leer lo que estábamos escribiendo. Ella leía su diario. 

Un día me dijo que ya creía que lo tenía terminado, lo habían leído varios amigos y parecía que había «algo». Ese «algo» me atrajo mucho más que si me hubiera dicho que había terminado “una novela”, porque proponía atravesar juntas el camino de ver qué tenía entre manos. Si siempre dije que publicaba libros para hacerme amigos, publicar La luz y la montaña significó conocer más a mi amiga. Me sorprendió lo que contaba, nunca me lo hubiera imaginado con esa intensidad, y si era eso lo que le pasaba, me sentía en falta y le debía varios abrazos. Pero al mismo tiempo, la descubrí también más valiente, no por lo que contaba sino por lo profundo que se animaba a ir y también terminé de comprobar que Soledad no es una escritora por azar, sino porque cree en la literatura, en leer y escribir, como forma de vida.

“¿Los nombres van reales?”, le pregunté. “Sí”, me dijo sin vacilar, “ya fue, ya fue todo”. Sole, que en general puede parecer una persona dubitativa, es como si se guardara el poder de la asertividad para lo que verdaderamente importa.

En ese momento yo había quedado embarazada, después nos agarró la pandemia. Después yo parí, Sole había quedado embarazada y la salida del libro se fue estirando. Este libro abriría una colección nueva en la que publicaría autores reconocidos y las obras siguientes de los autores de TLM y teníamos que definir la línea. Nos pusimos a trabajar con Ana Carucci, probamos otro tipo de retratos que los de la colección Primeros Libros, pero no salió. Luego decidimos que el camino del dibujo de tapa era por la obra y usamos todo el pliego de tapa. Mientras, con Sole íbamos pinponeando títulos hasta que quedó La luz y la montaña. Fueron decisiones lentas. Después Ana cayó con covid y estuvo exactamente 42 días mal. Después, yo cometí el error de mandarle a Sole el Word corregido sin control de cambio y cuando Sole me pidió ver las correcciones no tuve más respuesta que enviarle un archivo comparado. Tensión y malestar. Revisamos el texto por zoom, Sole en Córdoba capital esperando que se desencadenaran las contracciones y yo acá con Lena dormida en mis piernas. Nos dijimos cosas en un tono en el que nunca habíamos hablado. Continuamos. Finalmente llegamos a un Word consensuado. Nació Felipe y pasamos a la siguiente etapa. En junio fuimos a Traslasierra a cortar el invierno, me disculpé y nos abrazamos, pasamos tiempo juntas y firmamos el contrato. Ana me mandó el boceto final de la tapa, la síntesis (una serenidad amenazada) con la que entendió todo me dejó estupefacta. 

Cuando estábamos por pasar las últimas correcciones del PDF, Julián, el diseñador, cayó dos semanas con covid. Era junio y aun no habíamos publicado el libro que se iba a publicar en marzo. No nos quedó otra que seguir esperando. Julián se recuperó, armó el archivo final, imprimí una prueba, lo leí por quinta vez, controlé las citas, whatsapps de fin de semana. No podía creer el resultado, lo hermoso que había quedado, le sacaba fotos a las pruebas de tapas, habíamos hecho varias para llegar al color. Reconozco que me obsesioné con este libro, me obsesiono con los libros de TLM, pero cuando salen me dan más felicidad que los libros escritos por mí.  Finalmente teníamos la tapa, el interior y el libro salió con la llegada de la primavera.

Creo que después de La luz y la montaña no somos las mismas, siento que la amistad pasó por pruebas difíciles, pero se fortaleció. Espero poder seguir publicando tus libros que vendrán.

7, 8 y 9 de agosto de 2020: TLM participó en la FED Virtual

 

El viernes conversamos con las autoras de TLM Magalí Etchebarne, Olivia Gallo, Melina Dorfman, Adriana Riva y Soledad Urquia sobre leer y escribir.

El sábado presentamos virtualmente Caja continua de voces I, de Pablo Martín Ruiz con lecturas de diferentes partes del libro por parte de la escritora brasileña Paloma Vidal, la escultora Claudia Fontes y la Dra. en Letras Daniela Dorfman.

El domingo conversamos con Denis Fernández, de Marciana; Nurit Kasztelan y Sol Echevarría, de Excursiones; y Vanina Colagiovanni, de Gog y Magog, con quienes integramos Cóctel, editoriales amigas unidas, sobre los nuevos lanzamientos de este año en el contexto de la pandemia.

14/09/2019: Presentación de LAS CHICAS NO LLORAN, de Olivia Gallo en Club Lucero

 

La sabiduría de una escritora

por Tamara Talesnik
Leído en la presentación de Las chicas no lloran, de Olivia Gallo

No sabía bien cómo se hace esto de presentar un libro así que pensé en copiarme de otrxs. Encontré el texto de la presentación de Un año sin amor, de Pablo Pérez, en el que Mariano Blatt dice que le toca presentar el libro en su calidad de coeditor, pero sobre todo en su calidad de puto. Bueno, creo que a mí me toca presentar Las chicas no lloran en mi calidad de compañera del taller de escritura, pero sobre todo en mi calidad de chica. De chica de la misma edad, más o menos misma clase social y que vive en la misma ciudad y época que Olivia Gallo. 

Coincidimos en el taller de Santiago en 2016 o 2017 en el grupo de los jueves a las 15. Como le escuché decir a otra compañera una vez, “qué celos como escribe Olivia”. Como toda persona virtuosa, da la sensación de que lo que hace es algo fácil, algo que podría hacer cualquiera, que es como hablar, pero quienes íbamos todas las semanas intentando lo mismo sabíamos que eso es mentira. Olivia desaparecía durante algún mes y después volvía con un cuento perfecto que empezaba y terminaba, que tenía metáforas que sin ser rebuscadas eran sólo suyas y con imágenes que sentí que las había visto en mi vida cotidiana pero nunca las había leído ni podido escribir. Me imaginaba que en ese tiempo de ausencia había salido a vivir, a recopilar experiencias. Escuché un par de veces a otros lectores referirse a sus cuentos como “maduros”, dándoles el valor de venir de alguien que escribe como si tuviera más años y bajo la fantasía de que es la edad lo que trae sabiduría. Yo creo que los cuentos de Las chicas no lloran tienen el valor de quien ha vivido estos años, los que llegan hasta los veintis, pero prestando un poco más de atención. 

En “Afrika”, el cuento inaugural, la narradora adelanta o rememora “nunca llegamos tan lejos” antes de subirse a un auto que parte de la quinta donde transcurrió su infancia. El chico que maneja le ofrece pasar los peajes sin destino, hacia una vida juntos en alguna playa, viviendo de ahorros y dejando atrás a su padre golpeador. La chica acepta ser la copiloto sin expectativas de nada. Las narradoras que se repiten en los doce cuentos salen a la vida aterrorizadas, aunque nunca paralizadas, y cansadas de antemano, desde la infancia, tal vez por el tiempo pesado y pegajoso de los campos de la abuela que están por venderse, de los destinos costeros que nunca se transforman y de la cercanía al zoológico en verano, cuando no hay ninguna ocupación más que el ocio, la cárcel de no tener ninguna obligación más que la de los vínculos con los chicos y las amigas. 
En “El lugar más seguro del mundo” la narradora hace una aclaración que un poco establece el código de lectura para lo que va a venir después, casi que contesta a la pregunta: “¿qué tipo de chica sos?”, dice: “Nunca fui una de esas chicas sin miedo. De esas que avanzan por la vida como si el mundo fuese un gran supermercado, lleno de ofertas accesibles y llamativas. Yo siempre tuve miedo. Siempre tuve vergüenza. Siempre fui demasiado consciente de las posibles fallas de cualquiera de mis movimientos”. El mecanismo de defensa desarrollado para palear el miedo en esta historia es convertirse en, cito, “una especie de anarquista emocional, una nihilista del sexo”. Así, en los cuentos que siguen, los varones van apareciendo: amigos con tensión sexual, novios, chongos, padres, padrastros. Frente a ellos, las narradoras están a la espera de que sanen o de que gusten de ellas hombres suicidas, chicos golpeados, hombres que tachan la primera letra de su nombre, viejos que se caen en el mar o que mascullan un insulto atados a una cama, y chicos que no lograron ser lo que habían soñado. Esto no es raro para nosotras, las chicas, que muchas veces somos las que cuidamos, las que estamos alrededor: acompañando en el encierro hasta que nos animamos a bajar del auto, corriéndole el pelo de la cara a amigas que vomitan, siendo enfermeras en geriátricos, viendo saltar a un hombre por la ventana, esperando que dejen a otras pero sin pedirlo, acompañando en un duelo, criando bebés en habitaciones adolescentes. Olivia pone a estas chicas, muchas testigos del dolor ajeno, en el centro de la escena, pero sin el subrayado innecesario de volverlas heroínas que lleven la acción hacia adelante, sino testigos-narradoras: lo único que llevan adelante es el relato de hechos que ya han quedado fuera de su control, como un auto manejado por un hombre herido por Av Libertador en “Heath Ledger”, como “una pared de hormonas efervescentes” en la pubertad de “El susurrador de caballos” o como el enamoramiento en “Toda la gente sola”. “El ciervo bebé que sentí adentro cuando lo vi por primera vez ahora creció: es grande y majestuoso, su cornamenta se bifurca y se estira hacia al cielo. Camina seguro y confiado por el bosque”, escribe Olivia.

Estas chicas van detrás de los que tienen el monopolio del dolor, mientras a ellas se le llenan los ojos de agua por un gatito que muere en un incendio o tratan de no llorar por un abuelo senil. 

Es que no, las chicas casi no lloran, pero igual creo que este es un libro sobre la angustia, que en “Caramelos ácidos de limón” toma la forma del “nudo horrible y hermoso de la nostalgia”, o que en “El lugar más seguro del mundo” viene con el bajón del md descrito como “una especie de tristeza prehistórica y latente que de repente se despertaba y se expandía por el cuerpo”. Esta sensación está narrada una, dos, doce veces pero nunca con el gesto deshonesto de explicarlo o de llenarlo de ideas, sino que siempre es algo que atraviesa los cuerpos. Qué don poder poner en palabras lo que atraviesa los cuerpos.  

Creo que la sabiduría está ahí, en el abordaje de las cosas que duelen, que nunca son cosas de otro mundo, inclusive las que podrían ser tragedias, como la muerte de alguien joven. Olivia no es sabia como alguien mayor, sino que es sabia como una escritora, de esta edad o de cualquiera. En los cuentos en los que las chicas narran a las niñas que fueron, estas nenas logran encontrar en el discurso de un adulto una metáfora involuntaria genial e interpretarla como un chiste, o escuchar a sus padres hablar de los “episodios” del amigo suicida y pensar en capítulos de una novela o una serie. Estas nenas también encuentran nuevos significados, están escribiendo en sus cabezas. 

La sabiduría también puede estar en su abordaje de la época, algo que para mí vuelve a este libro en fundacional de algo, en una puerta de apertura a otros libros que vendrán, una autora a la que admirar por sus coetáneos que, como pasa siempre, estamos mirando a los que vinieron antes. Sin hacer el esfuerzo de ser una voz de ninguna generación ni de llenar los cuentos de referencias, Olivia se enmarca en este contexto feminista al mostrarnos a estas mujeres que se reapropian de la noche. Lo hacen en taxis, en puentes, en colectivos, en boliches, en veredas, en telos. A la vez, exploran ese lugar tan confuso entre el sexo y la rutina, o la violencia y el amor. En “El susurrador de caballos”, por ejemplo: “La cercanía casi fraternal que teníamos había sido reemplazada por una distancia breve pero intensa, como las que toman los cowboys antes de dispararse en los westerns.”

En “Las chicas no lloran”, el último cuento del libro, el título viene de la peli que cuenta la vida de Brandon Teena, un chico trans que fue asesinado en Nebraska el último día de 1993. Ahí es un título un poco irónico: un mandato de la masculinidad le da su nombre a una película sobre alguien que trata de buscar su propia forma de ser un hombre; en Las chica no lloran, ¿qué hace de una chica, una chica? 

Bueno, no sé, me pregunto no más, pero sí sé que en el cuento final la protagonista por primera vez elige su destino. Es San Antonio de Areco. No es ni una quinta que conoce de toda la vida, ni el destino de vacaciones de su familia, ni los boliches elegidos por las amigas, ni la casa de un varón. No. Este lugar elegido se va armando a través de las fotos que Olivia describe llevando al extremo su obsesión por el pasado, los recuerdos y el paso del tiempo que atraviesa todo el libro y que acá convierten una experiencia reciente de la narradora en algo que ya fue y que ahora pasará a mejor vida en el universo de la nostalgia.  Capaz es el único cuento del libro en el que no es tan fácil delimitar el conflicto, contestar de qué se trata. Y está bien porque mi artificio favorito de los cuentos de Olivia es la sensación de que son parte de la vida, un recortecito de algo cotidiano pero bien observado, y en la vida pasa de todo, pero nunca nada destacado, nada que no esté mezclado con todo lo demás. En el fin de semana en Areco, la chica y el chico van a un karaoke, acarician animales y hacen de antropólogos en la Provincia de Buenos Aires. Pero además visitan un museo nombrado con el apellido materno de la autora. Es que al final, las chicas, desesperadas por salir de casa, siempre recorremos un camino propio pero nunca tan lejos.

 

Bienvenida poesía de lo que no se termina de decir

por Santiago Llach
Leído en la presentación de Las chicas no lloran, de Olivia Gallo

Las chicas no lloran, de Olivia Gallo, es un libro de cuentos sobre la audacia y el desgano de la juventud, sobre cuando se es inmortal y cuánto duele crecer, sobre las relaciones peligrosas, sobre la madre y el padre, la amistad y las metáforas del día y de la noche. Es un documento de la inteligencia sensible de la generación centennial.
Sus cuentos son epifánicos; revelan, no explican.
Siempre me sorprendió su madurez, como si fuera una anciana sabia en el cuerpo de una joven.
Casi como si contara el cansancio de vivir antes de haber vivido.
Los cuentos de Las chicas no lloran funcionan como una novela de iniciación.
La máquina narrativa se desata cuando una niña se hace adulta, cuando se desarrolla su aparato reproductivo.
Como dice Fabián Casas, toda técnica de escritura es también una técnica de supervivencia, una técnica para la vida.
La técnica de Olivia parece ser el desapego: una frialdad asesina para narrar lo que se desarma.
Y esas cuotas de sangre y de forma, de tortuosidad mental y epifanía, hacen tanto más emocionante lo que sus cuentos revelan.
El mundo para los personajes de Olivia parece un parque de diversiones, un lugar para crecer bajo la consigna del riesgo. Pero si eso fuera todo su posición poética sería la de una francotiradora, la de una provocadora, y estos cuentos son pepitas de poesía, lírica eléctrica, alucinación serena.
Son poemas en prosa sobre el drama de entenderlo todo antes de tiempo. Incluso, sobre el drama de entender cómo se escribe, de que vivir es leer situaciones, ejercer un canibalismo sobre los hechos del mundo para obtener el destilado de los caramelos ácidos, de las placas de metal donde grabar el nombre, de una malla azul eléctrico con detalles naranjas y verdes, correlatos objetivos de las contradicciones emocionales a las que lleva habitar este mundo.
Olivia se inclina sobre el material caliente de la realidad para sacarle poesía.
Su desapego es el de una excavadora romántica.
A un personaje del cuento “La primera letra” le cuesta escribir la primera letra de su nombre. Quizás esa es una postulación de la autora sobre su propia poética: la clave secreta de su ficción se relaciona con la dificultad para nombrar, con la falta. El origen de la literatura es la falta.
El libro arranca sí con una provocación: “Por qué mierda no me puedo divertir todo el tiempo”, dice en el epígrafe Kate Moss, y hace eco con el título del libro (que cita a dos canciones icónicas de una generación anterior a la de Olivia, las de The Cure y Cindy Lauper); Las chicas no lloran está dedicado a la madre, y Kate Moss habla también de su madre. Olivia crea ahí un diálogo entre mujeres, disonante y reverberante. Como dice nuestra amiga Magalí, esta es la era de las mujeres y sobre esa ola, esa experiencia, ese movimiento se monta este libro, un coming of age brutalista y tierno, expresionista y revelador, que se juega, como toda buena literatura, tanto sobre lo que dice como sobre lo que calla.
Es en algún sentido también un libro sobre la adolescencia, esa época de la vida en la que queremos con la misma intensidad morir y vivir.
Son cuentos que terminan antes de terminar, que suspenden la escena, como un golpe que nos deja mudos. El material de la revelación queda trunco, las metáforas quedan truncas: bienvenida poesía de los que no se termina de decir.
Melancolía es el nombre elegante de la tristeza que da esta conciencia poética de la falta, este juego con los límites. Olivia se asoma a la confusión, a lo que nos droga, lo que nos distrae y nos confunde, a la frontera donde las cosas dejan de tener nombre; sólo así puede nombrar.
Resume su herencia sin abstracciones, sin teoría, con los detalles terrenos, los paisajes urbanos y costeros donde se hace adulta: hace poesía con materiales poco poéticos.
Padres culposos deshechos sobre la mesa de la cocina y una amiga que le acaricia los pómulos mientras la protagonista vomita: las amigas consuelan cuando nos asomamos a ese mundo que es a la vez hostil y divertido, cuando se produce el estallido hormonal de las identidades posibles.
Cuando uno es joven hace grandes anuncios para inventarse, inventa el advenimiento de nuevas eras. Olivia no: parece mirar las cosas desde este lado de las nuevas olas, con las antenas sabias del paso flagrante del tiempo.
Los cuentos de Olivia son lo nuevo porque saben que no lo son.

¡Gracias por acompañarnos en la Feria del Libro de Buenos Aires 2019!

Este año nos ganamos un stand en el Nuevo Barrio junto a las editoriales Marciana, Excursiones y Notanpüan bajo el nombre de CÓCTEL, Editoriales Amigas Unidas. Fue una experiencia inolvidable. Desde la editorial organizamos una firma de autoras con Magalí Etchebarne, Melina Dorfman y Adriana Riva y entre todos cerramos con un brindis y lectura en Zona Futuro donde tocó Mariano Di Cesare, que nos acompaña desde el comienzo.

¡Gracias a todos los que pasaron a brindar con nosotros y compraron nuestros libros en este momento de crisis!

Gracias a Julián Villagra por el diseño de nuestro stand y las mejores fotos que aparecen en este posteo.

Google Alerts: Tenemos las Máquinas

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16/11/17: Presentación de ANGST, de Adriana Riva

Angst por Flor Monfort

Me cuesta mucho escribir sobre Angst porque lo conozco casi de memoria y porque me une a él una especie de amor incondicional que solo se labra con las cosas que una ha transitado mucho tiempo, en profundidad y casi con la devoción de un rezo que, por lo menos en mí, no tiene otro cauce que la literatura.

Conozco tanto a los personajes que a veces los escucho hablarme al oído, como la profesora de piano que mira con furia a su marido hacer algo impropio; o dejarme mensajes en el contestador, como la dueña de un departamento tan desolado como su inquilino; o darme la mano, como la niña que se siente una catástrofe para su familia. Pienso mucho en las tres amigas perdidas en la bruma de la India y esa arena del desierto de la tristeza se me cae en los ojos, los nubla para volver a escuchar en mi cabeza la música de las palabras.

El libro de Adriana es sobre la angustia pero no sobre la angustia con todas las letras sino con algunas fallas, como esas pronunciaciones locas que producen las consonantes cuando se juntan. En alemán, hay una palabra que empieza con angst y es Angstschweiß, que significa sudor frío. El sudor frío es algo así como un oxímoron y algo de esa contradicción se va enredando en estos cuentos. Pero no es exactamente una contradicción, es una negociación permanente que hace la autora entre palabras bellas y acciones que empujan como una flecha a las historias. Hablamos mucho sobre eso: cuánto traccionar el carro de la poesía, cuánto plantarse en el hueso de la trama. Y ahí estuvo ella, dos años gestionando lecturas de las que sacó el jugo como nunca vi a nadie exprimir el siglo xx y a sus mujeres de letras. Porque si hay algo que sabe hacer Adriana es la tarea.

¿Qué es Angst? Un tratado sobre lo que está velado, lo que tiene bruma, lo que se puede esconder entre tejidos familiares que no reportan grandes convulsiones sino más bien el terror de las migas del desayuno. Como si la angustia pudiera ser algo desconocido que necesita definición, la autora la redefine cada vez que coquetea con ella, a la manera del regodeo pero con la altura de una alpinista. Desde allá arriba la angustia toma la forma de las nubes, es tan flexible como la miel y a la vez tan pegajosa. La angustia aparece en una niña que aprende que crecer trae tanto dolor como incertidumbre, la chica que mira a su amiga muda y lo entiende todo, en Angst está el deseo agarrotado y también el detalle, ese zoom a las extrañezas tan pequeñas como darle palmaditas a un colchón para que alguien se acerque.

Pero la angustia no es todo. También está la sorpresa de la narración que se tuerce hasta lo ambiguo, también está el humor de una autora que se pone en puntas de pie y camina sobre las palabras, juntarlas entre ellas para hacernos trampas, entrar de lleno en un sistema que contiene a las oraciones como los pasos de un gato. Algunas que me gustan mucho:

 

John se tapó la cabeza con una carpeta y ella lo imitó con su mochila. Se rieron. A los dos les divertía mojarse un poco; ninguno estaba hecho de azúcar.

 

A Teresa su papá la fascinaba y la aterraba en idénticas proporciones. Le gustabaentrar con él a los restaurantes y ver cómo la gente se daba vuelta para admirarlo, pero se le escapaban unas gotas de pis cuando el mozo tardaba en traer la cuenta y Arturo se iba sin pagar, dejando su tarjeta con sus datos.

 

Cuando Marina tomó el anular de Elías, Adela observó el resplandor de los nudillos de su hijo y le pareció ver cuatro cráneos claros en fila. El anillo le quedó pintado y ella

empezó a lagrimear. Su hijo era una persona íntegra y ella no había tenido nada que ver en ese resultado.

 

En Angst la angustia no es la explosión de un llanto. Hay una extranjeridad plasmada en mujeres que transitan el mundo, como la adolescente que mandan a un convento en Perú y que deja abierto su destino, las dos hermanas que cruzan el planeta para llegar a un pueblo perdido en Finlandia, o las tres amigas que buscan gastar vida en el destino más hostil, como si algo de eso las ayudara a atrapar la felicidad. Pero también hay una ajenidad con el cuerpo que cambia, con las parejas que se vuelven extrañas mientras quieren llegar a la meta.

En Angst hay personajes que caminan sobre plumas y otros que cacarean. Los puedo ver a todos, sonriéndonos, en este mismo momento que se separan de la autora para ya no pertenecerle y se lanzan al mundo de los otros, ustedes, lectores, lectoras, protagonistas de una historia que los va juzgar sin el cuidado y la ternura con la que fueron concebidos pero ese es el riesgo de lanzar a las criaturas a la vida. Adriana tiene tres hijas así que algo de eso sabe, y si hay alguien en quien pienso cuando mi hijo vuela de fiebre a la madrugada es en ella, tan desgarbada como una de sus personajes, diciéndome *los chicos son fuertes Flor, no les pasa nada, resisten todo*. Queremos eso de nuestros pollos de Angst, creemos en su fortaleza, por eso los lanzamos a la jungla.

Hace dos años conocí a Adriana Riva. Casi no tenía nada escrito. Ahora tiene este libro de cuentos y una nouvelle terminada. Trabajamos juntas hasta llegar al nervio. Corrimos alrededor del ceamse para impregnarnos de la basura del ambiente y volcarla en el papel. Fue la única vez que la vi quebrarse, pero no por el olor, el cansancio o la incomodidad de trotar en jeans. Dijimos juntas las palabras mágicas que pueblan este libro como perlas que se encuentran en el fondo: mamá, papá, amor, dios, muerte, sexo.

La envidio bastante, tengo que admitir. Escribió en dos años más de lo que yo escribí en diez. Riva arriba como una obrera de la escritura, con esa obstinación que solamente una persona casada con una idea puede tener, una idea de la literatura que compartimos y que considera a las palabras como objetos enormes que ocupan lugares físicos, algunas a las que hay que sostener con un dedo y otras que se sostienen solas por su peso. Gozamos con las metáforas de Ozick, nos dimos panzadas de Munro, de Moore, comentamos Keagan y Berlin, todas mujeres fuertes que escribieron mientras acunaban niños en la penumbra o le robaban tiempo al día. Adriana se diseñó lo que otra escritora de nuestra generación, Ariana Harwicz, llama “una vida para la literatura”, y solo por ese acto de fe, por esa devoción al milagro que es publicar un libro, esa interrupción forzosa en la cadena de capitales que gobiernan el mundo, es que yo también me entregué a su cadencia, como me pasa con todas las escritoras que me gustan, resistiéndome a entrar en ese mundo de grises pero finalmente entregada a su potencia.

 

Angst por Natalia Rozenblum

Sumergirse en la pileta. Caer al fondo hecha una bolita, las rodillas pegadas al pecho, la cola y los pies casi por tocar el piso celeste y descascarado. Pero no tocarlo, quedar suspendida ahí, a unos centímetros. Los rayos de sol atraviesan el agua como flechas que se clavan en el cuerpo. Flechas que en apariencia no lastiman pero que dejan marcas del otro lado de las costuras. El sonido lejano de lo que pasa afuera resuena como un eco, como algo que se dice despacio, como algo que no se comprende. La frecuencia acá es otra, una sensación de haber permanecido hundida varios días, aunque hayan sido apenas unos minutos. Algo de esto, o todo esto, es lo que me pasó cuando leí Angst. Una especie de viaje acuático o amniótico, si pudiera elegir otra referencia acuosa. Un viaje familiar, a pesar de que en términos estrictos uno no sea parte del árbol genealógico, porque lo familiar es lo conocido, y en este recorrido es fácil reconocer los vínculos incluso cuando esos vínculos sean de desapego, de desafecto, de desencuentro.

Los cuentos de Angst abordan relaciones más que hechos, y los personajes viven las cosas de una forma singular.

En el caso de Pimienta rosa, uno de mis preferidos, la protagonista atraviesa la muerte de su padre, y sin embargo no elude una mirada cruda sobre el matrimonio de sus padres. Dice:

“Mamá y papá habían estado casados treinta y tres años, la mayoría para no lastimarme. Lo que en principio los había seducido hasta el altar, se había ido secando como una lasaña en la heladera. Ella igual lo quería. Papá había sido un amante ausente pero un marido responsable, y con el tiempo mamá había aprendido a no tomarse su matrimonio como algo demasiado personal”.

Creo que esa última frase directamente es mi preferida de todo el libro.

Este personaje, como otros, se apropia de su historia pero casi porque se ve forzada a hacerlo. Cuando tiene que llamar a sus allegados para invitarlos al velorio dice:

“Aunque casi todos sabían que papá estaba enfermo, la gente se sorprendía igual. No te puedo creer, no te puedo creer, repetían, como si fuese una mentirosa. Era una de esas frases para comprar tiempo. ¿Cuál es la capital de Kazajistán? ¿La capital de Kazajistán, dijo? Después casi todos decían que lamentaban la pérdida”.

En “La mancha”, tal vez el cuento más singular por ponerse en la piel de una niña y hacer un trabajo profundo con el lenguaje como parte de ese universo infantil, la narradora reconstruye su entramado familiar mientras intenta tocar a algunos de sus compañeros. Uno de los personajes más memorables que menciona es su abuela.

“la abuela tenía las venas infladas y azules en las manos, ella me decía que eran ríos inundados de tinta pero yo le decía que no abuela si por adentro somos de carne y hueso y sangre. mi hermanita una vez dijo que eramos de carne y pollo y yo me reí. la abuela me dejaba que le aplaste los ríos con los dedos y eso a mí me gustaba aunque me daba nervios cada vez que se lo hacía porque era medio asqueroso. un día me dibujé líneas con marcador azul en mis brazos y le dije mirá abuela ahora somos iguales y ella se rió tanto que se le salieron los dientes, no uno o dos como al señor del taxi o a mí, se le salieron todos pero por suerte se los pudo volver a poner”.

Estas voces, ya sea que aparezcan en primera persona o bien con un narrador que cuenta sus historias desde afuera, pero al hombro del protagonista, o de la protagonista sería más correcto decir porque, si no me equivoco, en casi todos los cuentos los protagónicos son mujeres, quiero decir, estas voces son definitivamente, y estoy lista para el abucheo y las risas, de una escritora de cáncer. ¿Alguien más en la sala? Digo, Adri y yo somos de cáncer. No le voy a preguntar a Flor porque ya la stalkié y comprobé que no lo era, pero habría sido muy bueno. A lo que voy con esto es que este libro está escrito por alguien a quien no le alcanza con que nos arrimemos, nos quiere más cerca, adentro, y para eso trabaja con su mejor material: la intimidad.

En “Pollo frito” espiamos el vínculo entre una pareja que acordó no casarse nunca ni tener hijos los próximos diez años. En realidad espiamos el momento en que algo de eso se quiebra en medio de una acción cotidiana:

“Un domingo demasiado caluroso para el otoño, mientras se afeitaba las piernas sentada en el borde de la bañadera, Ana decidió que quería tener un hijo. Así había decidido las cosas a lo largo de toda su vida, en un minuto de claridad desafiante, del que después se colgaba con fuerza. Abrió la canilla y dejó que el agua se llevase los pelos.”

Cuando terminé con la primera lectura del libro me pasó algo muy particular. Creí ver en la calle a algunos de los personajes y atiné a hacer una mueca que no fue correspondida. Supongo que todos habrán pensado que me había confundido de persona o a lo sumo que los reconocía de Facebook u otra red social, y tal vez pasaron el resto de su día tratando de descifrarlo. Me pareció increíble que aquella hija del cuento “Pimienta rosa” o la pareja de Ana, en “Pollo frito”, habitaran también este mundo sin saber que eran parte de algo mucho mejor que la realidad: la literatura.

Angst está plagado de imágenes únicas y una voz suave, casi susurrante, como la de Adri. Una voz que es capaz de decir cosas hermosas y cosas horribles con el mismo tono, y que en ese sentido nos envuelve y nos incomoda, o me incomoda, voy a hacerme cargo, porque cada texto le arde a cada uno en sus propias heridas.

Angst es la ansiedad, el miedo y la angustia de publicar un primer libro. Todas esas sensaciones resumidas en un concepto y explayadas en varios audios que después puedo reenviar.

Angst es una gran burbuja de agua, con el piso celeste descascarado y donde uno se acerca y arranca un poquito más de pintura como si fuera la pielcita de una lastimadura que aunque sabemos va a doler, tiramos igual. Es estar fuera del tiempo de los demás, sumergirse hasta el fondo y dejarse entibiar por las palabras.

 

Las fotos son de Ana Navajas.

17/07/17: Así fue la presentación de LOS MEJORES DÍAS, de Magalí Etchebarne

I Acevedo y Santiago Llach leyeron un texto cada uno, hubo pizza, tragos, firma de ejemplares y bailamos hasta la madrugada.

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Textos leídos

Cómo contar sin contar

«Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman». J.L. Borges

Después de cerrar el libro de cuentos Los mejores días (Ed. Tenemos las máquinas) empecé a tratar de procesar el impacto que me había provocado, quise hacer una lista con las cosas que me gustaban, y al final, hace poco, caí en la cuenta de que varias cosas que se cuentan allí vienen de la vida de la autora, pude identificar que algunos sucesos y personajes eran autobiográficos. Pero yo no lo había notado. Tomo nota de eso porque también me sirvió para entender por qué era tan bueno este libro.

Es que, por más que identifico ciertas anécdotas o personajes con cosas que refieren a la vida de Magalí Etchebarne, a mí nunca me pareció, en ninguna palabra del libro, que ella quisiera contar algo, ni de su vida ni de nada. Es un libro sin pretensiones, es una escritura inofensiva, inofensiva en el sentido en que Tamara Kamenszain desarrolla esta idea en Una intimidad inofensivaLos que escriben con lo que hayNo hay intencionalidad ni rastros de doctrinas, ni siquiera sobre la literatura. Yo sentí que en este libro se decía, justamente: «Esto es lo que hay».

Son historias sobre mujeres, y sobre cómo ellas adquieren conocimientos importantes sobre la vida, y los obtienen por una experiencia que siempre está atravesada por el diálogo con otras mujeres. Como dije, no hay intención doctrinaria, y sin embargo dice cosas tan verdaderas que, al final, al cerrar el libro, esas verdades, que fueron dichas de una forma simple pero llena de poesía, tanto en las voces de la gente como en los paisajes de río donde las cosas suceden, parecen desbordarse para quedarse con nosotros para siempre.

Cómo sería exactamente esta manera de contar? Etchebarne resuelve un dilema terrible del cuentista, que es cómo evitar contar algo.

Entonces, ¿cómo sería exactamente esta manera de contar? Magalí resuelve un dilema terrible del cuentista, que es cómo evitar contar algo. (Dice Saer respecto del problema de contar algo, de contar un sentimiento o un acontecimiento: «De esa nada del sentimiento y del acontecimiento, he tratado, durante años, y trato todavía, de desembarazarme.. Ese desalojo ha de ser, para un escritor, la condición básica que le permita encontrar el camino de una invención positiva. La ganga de lo falso, el sentimiento y el acontecimiento, es tenaz, y el riesgo de arrancársela de sí estriba en que puede dejarnos, incurablemente tal vez, en carne viva»). Creo que con eso se quiere decir que no se trata simplemente de «contar una historia»: quisiéramos que el lenguaje se valiera por sí solo para poder situar a un lector en otro mundo.

Durante muchos años, un paradigma importante fue cuánto narrar, qué cantidad de lo que se quería contar dejar afuera, sugiriendo algo; era una técnica potente y atractiva, porque nos dejaba mucho para hacer como lectores, nos enaltecía, y eso es agradable. El problema es que, aun dejando afuera la cosa narrada, aun contándola sin contarla, aun rodeándola con hechos y descripciones que no hacían más que señalarla, el gesto de querer contar permanecía (Borges ya había solucionado ese problema de manera superadora, antes que a Hemingway se le ocurriera esta idea, como siempre). Pero además, otro problema de ese paradigma es, y eso lo sentimos con oídos del siglo XXI, que esa manera de contar no nos dejaba decir ciertas cosas, especialmente, no nos dejaba hablar de nuestros sentimientos (y este es un problema que Magalí resuelve).

¿Y por qué no se puede contar algo así como así? Si un cuento intenta contaralgo, si sentimos por parte del autor una mínima intención, eso ya nos devuelve al mundo, nos devuelve al autor, que está en el mundo, y a lo que quiere contar, que es algo del mundo, y eso es lo que no queremos como lectores, no queremos abrir un libro y recordar nada de ese mundo que queremos soterrar, de ese mundo del que, humildemente, y ante la ley, esperamos escapar cuando abrimos un libro. Si eso ocurre, la ficción fracasa.

Por eso, teniendo en mente esta simple y común idea de que la literatura tiene el poder de embarcarnos a otro lugar, a otro mundo, busqué en este libro tres momentos cruciales que nos hacen sentir, como lectores, que ingresamos a la ficción, y también busqué ver cómo en cada momento se resolvía este problema de contar sin contar.

En la primera oración de este libro ya es claro que valdrá la pena releerlo.

El primer momento es el comienzo. Como dice Pavese: «Una vez escrita la primera línea de un relato, ya está todo elegido, el estilo, el tono y el giro de los acontecimientos». En la primera oración de este libro ya es claro que valdrá la pena releerlo. En el primer cuento, «Como animales», la narradora comienza así:

«Las mujeres en esta familia no engendran a sus hijos, se los traen de lugares. A nuestra prima Carolina la trajeron de una provincia del norte cuando tenía cinco años y dice mi mamá que llegó con las uñas negras de carbonero; la abuela misma no conoció a su madre, la entregaron a una prima lejana porque no tenían plata para criarla».

El libro se inicia con un saber: las mujeres de esta familia no engendran hijos, se los traen de lugares. Ese saber proviene de una serie de lazos familiares femeninos: madres, abuelas, primas, y es un saber imposible de reconstruir, imposible de contar. A continuación, hay un micro relato, puesto en boca de la madre: «llegó con las uñas negras de carbonero«. ¿Qué es un carbonero? ¿Alguien que pone carbón en un ferrocarril? ¿Un minero? ¿O es simplemente una forma de esa familia de decir que alguien tiene las uñas sucias porque un día algún carbonero habrá ido a comer a la casa y la familia se escandalizó porque no se lavaba las manos? Ya estas pocas frases y ya una sola palabra elegida nos meten en un mundo de inmediato, y ya contienen todas las cosas de las que hablan estos cuentos. Saberes fijados por lazos de mujeres, palabras específicas que solo tienen sentido hacia el interior de una familia. La tercera frase, la que refiere al origen de la abuela, parece el resultado de cientos de repeticiones dentro de esa familia, o tal vez de intuiciones, no lo sabemos, pero es también una frase construida por cientos de experiencias compartidas y cientos de palabras y emociones imposibles de contar o reproducir. Ya entramos a un mundo donde están estas mujeres que comparten cosas y que esas cosas producen un saber que es una ley de la vida y esa ley tiene el primer lugar en el libro: «las mujeres de esta familia no engendran hijos, se los traen de lugares».

El segundo momento es el final. El momento que todas, como escritoras, quisiéramos que nuestros lectores vivieran, y que, como lectores, nos gusta tanto sentir, que es que al cerrar el libro, nuestro horizonte y los puntos cardinales no siguen estando en el mismo lugar que cuando lo empezamos. Obtenemos, de la ficción, un horizonte más grande, y nos encaminamos en una nueva dirección. Esta es la última oración del libro, en el cuento «Capitán». Es la oración que nos despide de ese mundo y nos deposita nuevamente en nuestra realidad. Aquí la narradora espera, sola en el Tigre. Espera algo de su novio y espera algo de la naturaleza que la rodea. Sin comas, dice (Espero)

«Su muerte la crecida del río la llegada del dorado las plagas de mosquitos».

Es un final muy inquietante. El libro se cierra con una mujer que espera sola en la naturaleza, espera que su ser querido y atormentado muera o nunca regrese, y espera que la naturaleza se vuelva caos, y está sola. (En otro gran momento de este libro, uno de mis momentos favoritos, una chica descalza debe hacerle frente a un escorpión, pero el escorpión se escapa, entonces para poder atraparlo ella se pone a ordenar y a limpiar la casa corriendo el riesgo de morir en ese «ordenar el caos», sin que su novio quiera ayudarla). El libro nos deja con eso. Pero en esa mujer no hay miedo, hay una simple espera del caos y el conocimiento de que ese caos y esa soledad son algo que nos acompañará siempre.

Romper así las reglas de la escritura es tan genial como lo es que Martín Fierro rompa su guitarra

Esa frase sin comas, el abandono de la  sintaxis no podría ser más genial como manera de finalizar un libro. Parece que romper así las reglas de la escritura es tan genial como lo es que Martín Fierro rompa su guitarra. En ese cuento lo que se cuenta podría ser la historia de una mujer que ama a un hombre atormentado o también la manera de empezar a olvidarlo o despedirse de alguien amado. Todas esas son historias posibles, no se cuenta una sola historia, pero lo que sí se cuenta es una cosa verdadera y terrible y esa cosa se dice claramente, no es ningún iceberg que debamos bucear: se dice que la soledad y el caos en nuestra vida son algo cierto.

Y por último, el tercer momento, que es esa experiencia alucinante que es pasar por una frase en un libro y que esa frase haga que nuestra mirada se retire del papel y quede en el vacío, y quedarnos recalculando en nuestra cabeza y en nuestro corazón, calibrando esas cosas que el texto está modificando en nosotros. Es un momento de libertad única, porque pareciera que no estamos en este mundo ni en ningún otro, como si la literatura nos pudiera regalar un paréntesis de la vida que es en realidad una sobrevida. Y me pasó muchas veces al leer este libro, pero elijo un fragmento que sé que a otras personas también les impactó, este fragmento está en el cuento «Buena madre»:

«A veces el pasado son cajas adentro de otras cajas que uno va abriendo a medida que se las encuentra en la memoria y adentro tienen un mensaje. Pero a veces no hay ningún mensaje, a veces no dicen nada. Y mirar para atrás es como apagar la luz. Su abuela le dijo una de esas tardes en que monologaba, un poco hipnotizada como solía estar por ciega y perdida en el bosque quemado de su mente, que una mentira puede fundar una familia, y que el amor es una excusa que enseguida se prende fuego en el living».

Es un fragmento notable, y el libro está lleno de frases como esta, llenas de poesía, o que parecen letras de canciones y también de una técnica perfecta (la repetición de las palabras «cajas» y «mensaje», también una frase larga que se remata luego con una oración corta: «Y mirar para atrás es como apagar la luz». Y luego de esa primera frase tan filosófica sobre el pasado, aparece de pronto la sabiduría de la abuela que nos coloca en un espacio más que real y mundano: el living, y ese contraste nos sorprende). El libro está lleno de estas metáforas propias y ajenas, hechas con los materiales más comunes, como cajas y livings.

Ese saber sin dueño, del que nadie se hace cargo, ni lo invoca o lo pregona, ese saber imposible de ser contado o trasmitido, es el que mueve y enlaza todas estas historias. Ese saber, que es propiedad de esas mujeres y al mismo tiempo no lo es, porque siempre se transmite, es transversal al tiempo, y es el que está moviendo los relatos, pero lo interesante es que ese saber no se oculta, al contario, está en primer lugar. No se trata de contar una historia que ilustre este saber. Es al revés: ese saber quiere estar vivo, pugna por salir, y por eso esa idea busca en el pasado sucesos, puntos de contacto que lo actualicen. Así es como se forman estos relatos. Ese ese saber el que mueve los relatos y selecciona sucesos que lo hagan emerger como algo cierto.

Con estas tres cosas yo creo que este libro responde a importantes cuestiones de la literatura del siglo XX y el siglo XXI. Del siglo XX, algo que tanto preocupó a los más grandes, y que nos sigue preocupando: cómo contar sin contar. Del siglo XXI, algo que también nos mueve, y que es un espacio en el que las mujeres podemos tomar la palabra con gran soltura y que es, poder hablar de los sentimientos.

Pero me queda algo más para decir. En la contratapa yo dije que este es el libro que todos desearíamos escribir, y no era solo una frase bonita. Quería decir que en este libro cada cuento se basta por sí solo, pero el total del libro es más que la suma de las partes. Y ese plus es y será el valor político del libro. Porque después de leerlo volvemos al mundo con una herramienta nueva. Podemos empezar a pensar cómo esas experiencias familiares nos constituyen y crean nuestra realidad, y empezar a trabajar con eso. Podemos pensar cómo son las mujeres de este libro. Hay madres y embarazadas, pero el foco de la historia no es el hijo, ni el padre del hijo, es una deuda pendiente consigo mismas. Hay abuelas que saben cosas de la vida y las transmiten, hay adolescentes comienzan a descubrir cómo es ser adultas, pero todas ellas no triunfan ni se rinden, simplemente atraviesan ese saber y lo transmiten. En este libro también hay narradoras que saben hacerse cargo de lo terrible que puede ser la vida con palabras justas.

Mientras pienso esto, mi mirada se cruza, por casualidad, (como pasa con los buenos libros, donde en cualquier página hay algo memorable), con una frase que también está en el cuento «Buena madre». Y quiero cerrar con esta imagen porque es la cereza política del postre. Pedro, el dueño del bar, le habla Clara, que es en ese momento su joven amante, y es la protagonista del cuento, y que en el presente de la historia es madre de un bebé. Pedro termina el diálogo diciendo:

«–[…] La vida no es tan larga, chiquita.

Y levantó la vista a lo alto de la ventana, arrastró el papel de diario con limpiavidrios por encima de él y dejó un arco sobre su cabeza: el camino tornasolado de restos de cif, las marcas, los puntos, los pedazos de papel. Un cielo de pedacitos».

Este libro nos deja la manera en que mira esta mujer. Mira a un hombre que limpia los vidrios, pero que en vez de limpiarlos los está ensuciando, dejando un cristal que debería ser impoluto lleno de sucios materiales de limpieza, y a través del vidrio y de esa suciedad esa mujer mira el cielo, mira el cif y mira los rastros del diario mojado: mira más allá del vidrio y también un poco más acá del vidrio para crear con eso algo que es y no es de este mundo: «un cielo de pedacitos».

Una chica se va de viaje

Los mejores días de Magalí Etchebarne es un breviario de melancolía, un manual para soportar los mandatos del indie, una guía para tiempos de cambio.

Por Santiago Llach

No puedo leer fríamente este libro, y ya lo fui leyendo tantas veces, en sus distintas versiones, a lo largo de los años, que es como si hubiera estado junto a él en el útero. Leerlo entre ayer y hoy, completo y como libro en papel, ilustrado en tapa con la cara de Magalí, como un documento del parque de diversiones del indie donde cursamos nuestra adolescencia extendida, me hizo recorrer toda la montaña rusa de emociones, la de un lector íntimo, de un contemporáneo o de un clásico, que encuentra en un libro el paisaje reconocible y extraño de su propia vida.

Fueron años turbados, a ciegas, dice una de las narradoras de sus cuentos. Y yo pienso en todos estos años.

Conocí a Magalí en 2006. Yo recién me había separado de la madre de mis hijos, estaba a la deriva buscando mi destino, ¡tenía solamente 34 años! No lo puedo creer. Juan Morris me dijo que tenía un paquete, un grupo de taller entero, que yo pusiera el horario y ellos venían. Y entraron a mi dos ambientes de Agüero, una tarde de otoño: María, Sol, Franco, Juan, Flor, Ale Seselovsky, Julieta que hoy edita el libro y Marina Magalí, una chica de 21 que había abandonado Marina, su nombre del conurbano, con la fantasía de crecer y abandonar lo propio, eso que a veces da vergüenza, que uno piensa que hay que fingir que no se tiene, que no se es, ese material que ella supo cursar y elaborar en este libro en el que los talleres del ferrocarril de Remedios de Escalada vuelven iluminados para siempre por la linterna mágica de Maga. Maga, Maga, Maga, ¿qué hay en un nombre? Vos, chica perdida en el jardín de las rimas y de las sílabas, de los ruidos de los cuchillos en el cajón de la cocina que parecen esqueletos, lo sabés como nadie.
En el grupo eran todos genios, locos y genios, y yo me preguntaba qué tenía para enseñarles, a qué venían a mi taller. Se dio esa energía grupal repentina que a veces se da entre desconocidos, aunados por el brillo de lo fundacional, de la reinvención, por el sueño dorado de ser artistas y ser mejores en el parque narcisista de la generosidad empática en que consiste esto de leer y escribir. Esa energía se termina un día, pero dura lo suficiente para que uno se renueve, para que empujado por la constancia revele el fuego interior. Aprendí con ellos, con ese grupo loco de los tiempos salvajes de mi taller, quizás, que lo mejor que podía hacer yo era ser un coach, un porrista de la creatividad ajena.
Con Maga nos unió la causalidad y la casualidad, nos acompañamos en el trayecto hacia la adultez de ella y la madurez mía. Vivimos un tiempo a un piso de distancia, la conecté para un trabajo, la vi enamorarse y desenamorarse y enamorarse, la llevé una noche a mi lugar inventado preferido en el mundo, la Platea Alta Río del Gigante de Arroyito, escribimos un libro juntos, y mientras vi nacer en su cabeza y en su corazón todas estas líneas, estas rayas emotivas en las que cuenta e inventa y que hoy nos reunimos a celebrar.
Bueno, Los mejores días.
El otro día alguien puso en tuiter: “Hay dos argumentos en la literatura: 1. Un tipo se va de viaje. 2. Un extraño llega al pueblo.” Los cuentos del libro de Maga: En “Como animales”, una extraña llega a la Capital. En “La nuez de Adán”, una niña se va de viaje. En “Que no pase más”, una chica se va de viaje. Y así: creo que aplica eso del tipo que se va y el extraño que llega. En conjunto, este es el libro de una chica que viaja del conurbano a la ciudad autónoma a ofrecer su corazón, una caperucita que se pierde en la vida y el lenguaje. Lo que no aplica es lo del “tipo”; me temo que la época en que la literatura estuvo dominada por señores blancos más o menos heterosexuales ya pasó de moda. El presente y el futuro, me parece, será bastante más de las mujeres.
Este es un libro, como se dice ahora, de género, sobre el género, sobre los géneros. Un libro sobre mamá/papá, sobre varón/mujer, sobre el abismo de la reproducción, la financiación, sobre hacer las cosas bien y hacer las cosas mal y hacerlas finalmente como se pueda.
Magalí escribe prosa como si escribiera en verso, con esa libertad y esa música y esa mística; no es una persona que necesite reafirmar su pasaje a la adultez subrayando teorías, afirmando con exageración que el mundo está cambiando. Más bien al contrario, lee en lo contemporáneo los arquetipos perdurables, no se deja engañar por la manada de lo obvio, sospecha y escucha y se deja encantar por el latido del corazón de las tinieblas.

Maga armá acá el primer capítulo de una fórmula ponderable, que te deja escuálido: pone a jugar a nuestras queridas narradoras norteamericanas (con Alice Munro y Lorrie Moore a la cabeza) en el playground de Remedios de Escalada, en la geografía reconocible del murmullo bonaerense, de la pena capital de esta capital desbordante, y se inventa así, con tradición y novedad, su estilo personal, de mujer de verdad del Río de la Plata que capta las canciones del mundo. Escuchen esto:

“Enseguida las casas echan raíces en mi mente. Antes era más libre. Aprendía algo y si quería lo desechaba. En la casa en la que me crié también estaba rodeada de rutinas y coreografías ajustadas, pero las dirigían los otros.
Desde que dejé de ser una adolescente, tengo la cabeza cercada por pensamientos de control que dependen exclusivamente de mí, y manejo por autopistas internas en las que no puedo ni frenar ni desviarme.
Esta mañana el programa es el viento y no me deja escribir sin que se me vuelen las hojas. Es un cuaderno de ideas, un cuaderno que es mi descarga. La primera línea la robé.”

Hay dos tipos de autores, dos tipos de textos literarios: los fluidos y los arduos. Yo agradezco, siempre, la fluidez; gracias a Dios la literatura es una religión politeísta y a cada uno de nosotros pueden gustarnos libros de ambas categorías. Pero si me fijo cuáles son los autores que me digo que más me gustan (Borges, Shakespeare, Joyce, Salinger, Lorrie Moore), los que quedan rebotando en la cabeza, aquellos a los que un poco entiendo y un poco no, veo que son todos autores arduos. Será porque soy masoquista; necesito la falta, el esfuerzo y el castigo para llegar a la poesía, a la serenidad. Lo que escribe Maga se anota ahí, entre los arduos. En ese sentido es que sus cuentos son poemas, canciones: se pueden leer y releer y releer una y otra vez y nos siguen dando sentidos. Este librito finito está lleno de trampas, de claves, de densidad lírica que se queda en tu cabeza.

Los mejores días está repleto de mujeres misteriosas que emiten grandes verdades oscuras.

Leer a Maga es duro y es arduo.

Una chica que espera que todo salga mal; esa es su forma del conjuro y también de esta preciosa conjura que son sus cuentos.

Leer este libro es una experiencia, te excita y te calma y te hace ver las estrellas y te deja desahuciado.

¿De qué nos habla Magalí? De todos estos años, de los amores contrariados y del dolor de crecer en la lava de la Argentina de la grieta, de cómo en estas coordenadas que damos por supuestas brillan y nos opacan el misterio de la vida, los arquetipos de la existencia

Los mejores días es un breviario de melancolía, un manual para soportar los mandatos del indie, un documento de humanidad en tiempos de transformación. Es una máquina sensible de producir reflexiones y sentencias. Es un libro sobre la crudeza inflamable del amor, y Magalí se alimenta de esta fe profunda: hacer destellar las palabras es encontrar un sentido para lo que no lo tiene. Maga tiene amor por el lenguaje, pero sabe que como cualquier otro amor este tiene un poco también de ficción. Ama su música misteriosa y su capacidad para transformarnos, y por eso arma y recita oraciones laicas, mantras de lirismo y enfermedad. Es un libro de maduración organizado cronológicamente al revés. El primer cuento es el último y es el cuento del despojo, formal y real. Es un libro sobre la palpitación que da descubrir la vida adulta, un libro sobre amores imposibles, una narración sobre cómo encontrar palabras propias para nombrar el mundo, como si describir mejor las cosas nos permitiera sobrevivir; un libro de elegías llenas de melancolía y rencor y una bomba en el corazón de la cursilería.

Maga le da a su biografía entidad arquetípica y la convierte en metáfora de todo lo que somos.

La vida es un cuento repleto de sonido y de furia contado por ese idiota que todos llevamos adentro, y la narradora malvada y angelical, guaranga y epifánica, elevada y banal de Los mejores días se embarca a contar lo que sabe con la música disonante y temerosa de la empatía y con la fuerza abismal de los adjetivos.

Los mejores días es un blietzkrieg de objetos epifánicos que conforman una mirada dolorida sobre la ensalada del mundo, una metralla de imágenes y abducciones sentimentales. Narra una juventud intensa y melancólica, que se sabe hermosa porque se sabe finita. Con esta frase bella y escéptica resume su aprendizaje: “Soy joven y mientras se es joven se acepta, se prueba, hasta que uno se quiebra y empieza a decir no. La juventud fue un tatuaje hermoso, nuestro hit.”

De la mano de Maga, Shakespeare se instala en Remedios de Escalada y los amores que nos trae Los mejores días tienen la incandescencia escandalosa del incesto y la tragedia turbulenta de los triángulos; el incesto, el amor entre primos, entre prohibidos, entre deficientes, es una energía shakespereana, narrativa, mítica, brutal que mueve al niño secreto envuelto en estos cuentos.

Magalí resplandece en el uso de un tiempo problemático, el melancólico pretérito imperfecto: lleva unos cordones fosforescentes, una moda de dos décadas atrás, con la elegancia lunar de una princesa inglesa de pasado combativo.

“Fue un verano fluorescente. Una luz y unos colores saturados que llevábamos en las mallas, en las zapatillas y que ahora veo deslizados en las conversaciones y en los tonos de voz en la memoria. Era enero, era 1994 y yo tenía diez años.”

Magalí se propone una tarea que sabe imposible, recobrar el tiempo perdido y, con él, el sentido que tenían las cosas antes de perder la inocencia. Dos hermanas repiten como oráculos predicciones negras: ah, literatura.

Como esos motoqueros evangelistas que se llevan a su hermana, Los mejores días ofrece una galería de personajes atónitos, ateridos, a los que la narradora abandona para siempre en medio de una tarea desafiante y terca en la que están envueltos.
Los vemos por un segundo en escenas incompletas e inolvidables, como ese que en el medio de la sierra intenta arrancar treinta y siete veces su moto, y produce así la banda de sonido de todos los personajes atribulados que esa vagan por el valle.

Lo de Maga es poesía existencial en medio de una calle de tierra, monólogos brillantes del Alzheimer, gestos que resumen la maravilla de lo humano, dichos de manera torcida, gente que se tira por una cascada convertida en objetos que “aplaudían contra el espejo de agua”, lucecitas de cigarrillos encendidos que se mueven en la oscuridad dibujando cosas.

Uno de los personajes da esta definición de su literatura:

“Es una historia que sé porque la cuentan en mi familia, pero hay otras que exagero. Casi nunca invento, pero no puedo decir que no agrego mis cositas.”

El erotismo, crudo y desconsolado, casi actoral, es místico, es una forma de conocimiento:
“Que si me entrego, me entrego, me entrego, los sueños que tenga acá no me los voy a olvidar más porque me van a revelar algo.”

El enamoramiento profundo, el acceso íntimo a la debilidad, a la locura del otro es contado en escenas hermosas:

“Un día, lo escuché decir una especie de rezo. Estaba en la parrilla, rascando la grasa con un papel de diario. No era hablar solo, tampoco un tarareo. Pero me llenó de pudor. Era como un tic, algo muy propio y descontrolado que se le estaba escapando.”

En varios cuentos aparecen ex novios convertidos en predicadores laicos de una sabiduría hecha de barrio y budismo:

“Me mandó otro mensaje en el que me decía que estaba contra las cuerdas, que si salía de esto se aproximaba a la inmortalidad. Le pregunté qué cuerdas y me dijo las del ring, estoy en una batalla económica, afectiva, existencial y psíquica. Yo le respondí pájaro por pájaro, Ramón, no se puede todo a la vez; vas a ver que si ordenás la psiquis todo lo demás se enfila. Me respondió: “Eso entra en la linealidad de un mensaje, pero no te preocupes que voy voy.” “¿Adónde vas?” “Que voy en general”.”

Los hombres en Los mejores días son animales, bestiales y malheridos, subyugantes y fláccidos, aventureros abandónicos del más allá.
Un hombre, dice alguien, es un animal pequeño que se ve inmenso.

Las mujeres, cito, “somos esos hombres en la pista de aterrizaje, haciendo señales, juegos con las manos para que baje a tierra, para que lleguen bien, para que sepan hasta dónde. Una función muy útil y medio suicida.”

Los finales de los ocho cuentos son cáusticos: quirúrgica y fatal, la narradora abandona a sus personajes en el medio preciso del río, mientras lo cruzan en balsa; sabemos que no vamos a verlos nunca más, y nos invade todo el desgarro del mundo: como en la vida misma. Esos finales abandonan a sus personajes en estado de vibración.

Cuando en “Cosita preciosa” cuenta dos historias a la vez (la enfermedad de la madre y la relación tortuosa con el ex) lo que hace Maga es radiar la ensalada de la vida.
En “Buena madre” y “Jinete inexperto”, aparece la maternidad como inquietud, como maldición y como equívoco, como hecho místico y desgarrador.

Los mejores días cuenta esa gira mágica y misteriosa que es la vida, el estrés del aprendizaje y la competencia, y se detiene justo antes de la maduración, de ese día en que uno, ya cansado, encuentra su lugar.

El libro termina con “Capitán”, una elegía extraña, casi fantástica, situada en el humus acuático y asiático del Delta, a la convivencia de pareja:

“Capitán a veces se apodera de mis palabras y las usa de una forma que me obliga a extrañarlas; me gustaría que me las devuelva, nunca habérselas dado.
Estoy envejeciendo como un árbol y entiendo esto: él se va de mí y yo me voy de él, habitamos una misma casa en universos opuestos.”

Maga sabe y no sabe a dónde van sus cuentos, sus personajes, sus sentimientos; es una ciega que nos guía vacilante hacia la luz

Los mejores días es un libro dedicado a la ristra de hombres candentes e inconclusos de su vida, proveedores fallidos, pero está absorbido por la fidelidad amorosa y abismal a la madre.

Esta chica de los talleres, que vino de Kansas, de Escalada, a ofrecer su corazón, la Maga de Oz, con la hoz cortante y dorada de sus palabras, armó con paciencia sónica y sabiduría inventada este libro genial.

16/06/17: Así fue la presentación de CAT POWER. LA TOMA DE LA TIERRA, de Cecilia Palmeiro

Fue en la galería Nora Fisch en el marco de la muestra de Cecilia Palmeiro y Fernanda Laguna, Mareada en la marea. La autora leyó unos fragmentos y bailamos en la calle.

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02/12/16: Así fue la presentación de Las Naves 6 en el MACBA

Hicimos una videoconferencia con Lisandro Alonso que estaba en Marruecos y al finalizar tocaron Los cerros.

 

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